Sidney Sweeney y Brittany O’Grady en 'The White Lotus'

Sidney Sweeney y Brittany O’Grady en 'The White Lotus'

En plan serie por Enric Albero

'The White Lotus' / 'Nine Perfect Strangers': ricos y traumados

Se han estrenado con un mes de diferencia y tienen un punto de partida similar, pero en 'Nine Perfect Strangers' el guión es insostenible y en 'The White Lotus' el viaje de los personajes es apasionante

24 septiembre, 2021 10:16

Puede que haya quien objete que no había necesidad alguna de comparar las dos series que a continuación les presentamos. Sin embargo, habida cuenta de que ambas se han estrenado con apenas un mes de diferencia (una el 12 de julio, la otra el 18 de agosto) y tienen un punto de partida muy similar, parecía juicioso embarcarse en un análisis comparativo de The White Lotus (Mike White, 2021) y Nine Perfect Strangers (David E. Kelly, 2021). Las coincidencias entre ambas son numerosas. La primera es puramente argumental: un grupo formado por individuos de distinta procedencia -la mayor parte de ellos con un vivero de dólares en sus cuentas bancarias- se refugia en un lugar paradisiaco para escapar de las zozobras cotidianas. En The White Lotus se trata de un resort en Hawái y los huéspedes recién llegados están allí por motivos distintos (una luna de miel, vacaciones, superar un duelo, etc.), si bien todos comparten el objetivo común de encontrar un poco de paz alejándose de sus rutinas existenciales. En Nine Perfect Strangers el escenario del drama es un imponente complejo en mitad del campo al que acuden los nueve extraños del título para darle un giro radical a sus vidas participando en un retiro espiritual que les ha de ayudar a superar rupturas, fracasos profesionales, dificultades en las relaciones de pareja o dolorosas pérdidas. Y luego está esa vuelta de tuerca que transmutará esos dos paraísos en sendos infiernos diseñados por el maquetador de la revista Casa Diez el día que le cobraron la luz. Como ven, dos propuestas parecidas, pero para nada iguales. 

Si han paseado sus ojos por este blog alguna vez ya conocerán mi predilección por los títulos de crédito. Aquí nos servirán para explicar el tono de las series y, en última instancia, para entender los muy distintos resultados de una y otra. En el genérico de The White Lotus observamos una suerte de papel pintado con motivos selváticos que van variando a medida que la secuencia avanza al ritmo de la música de Cristóbal Tapia de Veer. Con cada cambio de imagen, las flores, las plantas o los animales que aparecen irán marchitándose poco a poco, no de una manera estridente, pero si fácilmente observable. Esa decadencia progresiva será idéntica a la que experimenten los personajes, tanto los recién llegados como los empleados del hotel. Esa ponzoña que irá pudriendo el ambiente y envenenando las relaciones entre unos y otros nace de una toxicidad que fluye desde los conceptos de clase y raza asumidos por los alojados. Con un barril de vitriolo en una mano y una lupa de aumento en la otra, Mike White viene a decirnos que algo huele a podrido en Hawái (y, por ende, en Estados Unidos).

Los créditos iniciales de Nine Perfect Strangers son un caleidoscopio psicodélico que serpentea al son de la versión que la banda angelina Unlove ha hecho del clásico de The Kinks This Strange Effect. Admitámoslo, son ultracool. Como casi todo lo último en lo que ha intervenido David E. Kelly (y tiene a Nicole Kidman como productora ejecutiva o está basado en una novela de Liane Moriarty). Casas de diseño, entornos de insuperable belleza, ropa cara, coches caros, gente extremadamente pija y algún despistado, ya saben. Aquí, aunque en algún momento pueda parecer lo contrario, no hay ni rastro de oscuridad (ni de malicia). Eso sí, el oleaje lisérgico en el que nos sumerge el genérico describe a la perfección la cadencia de la propuesta que le sucederá: el uso de una terapia (pionera e ilegal) a base de drogas psicodélicas (del LSD a las setas alucinógenas) para lograr que un selecto grupo de pacientes consiga superar sus traumas. Olvídense del subtexto político, aquí se viene por el charme.  

Nine Perfect Strangers - Tráiler Oficial en Español | Prime Video España

La serie de Amazon Prime vive del glamur que la galvaniza, siempre bien apuntalado por esos continuos movimientos de cámara lánguidos y envolventes -cortesía de Yves Bélanger, también presente en otras series de este corte como Heridas abiertas- que se recrean en el rostro de los actores, siempre dispuestos a dar lo mejor de sí mismos. Cuando lo único que importa es brillar, necesitas estrellas. Y ellas necesitan el mejor puto telescopio que puedas comprar para que todo el mundo las vea bien. Necesitas a Nicole Kidman como la gurú que organiza el retiro. Necesitas, además, que se llame Masha Dmitrichenko y sea de origen ruso para que el público vea con qué hermoso acento dice “laposchka” (para la historia, daba lo mismo que fuera de Omsk, de Chulilla o de Grand Rapids). Y necesitas cambiarle el look para que parezca una artista hippy alérgica al sol de cuello para arriba y una modelo de Free People de los hombros hacia abajo.  Necesitas a Michael Shannon sin correas, en el papel de un locuaz profesor de instituto que no callaría ni con una sandía en la boca. Necesitas que se desate, que sea un padre de familia que ha perdido a un hijo y que ello le provoque tal dolor que su repertorio de muecas haya de ampliarse para poder transmitirlo. Y necesitas que se llame Napoleón (todo esto vale también para una desaforada Regina Hall). Necesitas a Melissa McCarthy en un registro alejado de la comedia, para que demuestre que es algo más que alguien que solo sabe hacer reír (una pista: sus mejores momentos en la serie no son, precisamente, los dramáticos). Y a Bobby Cannavale fondón y sensible, con una intensidad muy distinta a la de sus Gyp Rosetti, Richie Finestra o el Jeff de Master of None. Aquí solo vale aquello que cantaba Rhianna: shine like a diamond. (Prefiero, con mucho, las composiciones más comedidas, con puntuales picos de efervescencia dramática, de Luke Evans, Grace Van Patten o Asher Keddie).

De eso va Nine Perfect Strangers, de que todo luzca como recién pintado, de que nos quedemos obnubilados a cada poco, bien sea por la sobrexcitación actoral, bien por la excelsa decoración de interiores, bien por los sorprendentes giros argumentales. Porque el guion es insostenible, lo fía todo al twist imprevisible (e injustificado), a la entrega de información que adultera la trama para hacerla avanzar (los finales de los episodios 6 y 7) y al retorcimiento caprichoso de las relaciones entre los personajes, desde al absurdo trío Masha-Yao-Delilah (¿qué problema hay en que los otros dos, que son pareja, sepan que ambos se acuestan con su jefa? ¿qué secreto hay que preservar?) hasta ese inverosímil duelo entre Masha y Carmel (la gurú invita al retiro a la mujer con cuyo marido se acostó quien, además, resulta ser la que -convenientemente disfrazada de hombre que para algo es maquilladora- le pegó el tiro que casi le cuesta vida: ¿a qué demonios va Carmel allí? ¿a que la detengan? ¿a confesar? ¿a pedir perdón? No sé, piense por un momento que la persona a la que usted ha intentado matar (y que desconoce su identidad) le invita a su fiesta de cumpleaños, ¿iría? Y, lo más importante, ¿llevaría globos o una Magnum 357?). 

Nicole Kidman en 'Nine Perfect Strangers'

Y finalmente, y como diría el coche fantástico, está el KIT de la cuestión: Masha utiliza a sus invitados como cobayas para encontrar la fórmula magistral que le proporcione el subidón necesario para ‘conectar’ con su hija muerta y poder despedirse de ella (o llevársela al parque cada domingo, esto ya va a gustos). Ese happy end al que un diabético no debería ni acercarse -tampoco alguien con buen gusto- valida la terapia alternativa de esta devota de San Peyote quien, a pesar de sus excentricidades, ilegalidades y comportamientos extremos, termina siendo portada de The New Yorker y dejando a los pacientes en perfecto estado de revista (una maravilla, oiga). Independientemente de que uno no compre este discurso (que es un poco como decir que lo que hacía Mengele tampoco era para tanto, lo que pasa es que le salió mal), después hay que valorar la solución dramática que supone la posibilidad de conversar con los muertos (sin que, en ningún momento, se entre en el terreno de lo paranormal, dato nada baladí). Ese hijo suicidado que les dice a sus padres y a su hermana que nadie tuvo la culpa de lo que sucedió, que uno se cuelga de una correa por vete a saber qué absurdas razones que nada tienen que ver con sus familiares. Que los personajes, más puestos que Miguel Bosé en el tour de Papito, asuman que sus proyecciones mentales de lo que ocurrió son suficiente justificación como para seguir adelante es como creer que la homeopatía te curará un cáncer (y si no lo hace es que has tenido mala suerte, porque tú hiciste todo lo que podías).

Mike White también recurre a las drogas en su miniserie para HBO, pero su uso es puramente recreativo, aunque sus consecuencias terminen siendo funestas para algunos. En realidad, en The White Lotus todo es mucho más prosaico que en la serie de David E. Kelly, incluso ponerse ciego. Tan prosaico como aprovecharse de los tópicos vacacionales para escrutar qué hay detrás de algunos de los comportamientos que desplegamos cuando cruzamos el hall de un resort, como enfrentarse a un buffet como si hubieran anunciado la llegada de una hambruna al día siguiente, ser presa del aburrimiento en un lugar concebido para descansar y que ofrece entretenimiento continuo a las almas inquietas o iniciar la redacción de la gran enciclopedia de las quejas cuando tenemos un sinnúmero de comodidades a nuestro alcance. ¿Qué hay detrás de todas esas acciones egoístas y estrafalarias?

The White Lotus I Trailer Oficial I HBO Latinoamérica

El creador de la imprescindible Iluminada (2011-2013), que aquí ejerce como autor total, pone sobre el tablero a la familia Mossbacher, compuesta por Nicole (Connie Britton), matriarca workaholic y ‘hillarista’, su marido Mark (Steve Zahn), un tipo inseguro con serios problemas de comunicación, su hijo Quinn (Fred Hechinger), un adolescente que vive pegado a su móvil, y su hija Olivia (Sidney Sweeney), algo mayor que su hermano, sabionda, instruida, hastiada de sus padres y sumiller de estupefacientes. Les acompaña Paula (Brittany O’Grady), amiga de Olivia, otra teenager avispada, en principio ideológicamente alineada con su compañera de fechorías (ambas más a la izquierda que los padres de esta) y con la piel sensiblemente más oscura que la de sus anfitriones. Después están los Patton, Shane (Jake Lacy) y Rachel (Alexandra Daddario). Acaban de darse el sí quiero. Él es un ricachón guapo, testarudo e irreflexivo. Ella una periodista de extracción humilde a la que, de no ser por su matrimonio, le costaría llegar a fin de mes. Y por último tenemos Tanya McQuoid (Jennifer Coolidge, soberbia), sesentona baqueteada por la vida, con tendencias depresivas, incapaz de superar la muerte de una madre que la maltrataba -ha ido a Hawái a tirar sus cenizas- y consumidora compulsiva de terapias que le alivien el alma, aunque sea momentáneamente. 

Después están los empleados del hotel, principalmente su gerente, Armond (Murray Bartlett, espléndido), homosexual maduro, devorado por los problemas laborales que le causan los nueves huéspedes y con tendencia a buscar vías de escape que ponen en peligro su continuidad al frente del resort. Conviene no olvidarnos de Belinda (Natasha Rodwell), la responsable del spa, mujer negra con un sueldo bajo que, además de dar masajes y tratamientos, lidia a diario con las neurosis de pacientes como Tanya. 

Los personajes de 'The White Lotus'

La descripción de los personajes interesa por la red de relaciones que White traza entre ellos y que dan lugar a un crescendo de tensión que termina con un asesinato que se nos anuncia en el primer episodio (sin revelar a la víctima, pero sugiriendo quién puede ser. ¿Tramposo? Quizás, aunque en verdad, al final, si lo piensan un poco, cualquiera podría ser la víctima). Todas esas interacciones se dirimen en términos de clase y raza, como ya hemos adelantado. Veamos algunos ejemplos:

-Tanya, que tiene más dinero que un torero en 1998, le dice a Belinda que será su socia inversora en el centro wellness que debe montarse porque en el hotel la explotan. Es muy buena en lo suyo, la está ayudando a superar sus problemas de autoestima y allí no puede sacar todo su potencial. Además, le pagan poco. Belinda se hace ilusiones. Escribe hasta un proyecto. Por fin podrá irse y lograr que su hijo viva mejor. Hasta que Tanya conoce a Greg (Jon Gries) y la deje tirada como a un matasuegras a las 6 de la mañana de un primero de enero. Esa es la caridad de los millonarios, quizá que paguen impuestos sea mejor solución que dejar que donen su dinero a discreción (just saying). 

-Nicole Mossbacher cree que el hombre blanco heterosexual está en peligro, que las reivindicaciones de las minorías les han puesto en el punto de mira. Su marido la secunda (la secundaría aunque dijese que Trump es un político moderado). Aún así, está completamente convencida de que es una persona progresista y tolerante. Su hija (y su amiga) discuten cualquiera de sus opiniones y parecen situarse en la órbita de, pongamos por caso, Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez. Lo que hace White es evidenciar que el lugar desde el que se habla condiciona nuestras opiniones; que la clase, ulteriormente, define. Cuando el ligue de Paula, un empleado del hotel de origen hawaiano que vio como sus padres perdieron la tierra que poseían para que se levantara el resort en el que ahora trabaja, sea detenido por asaltar la habitación de los Mossbacher, ella identificará a su amiga como una más de esa gente blanca liberal a la que dice no pertenecer. Pero aún hay más. Ella, que ha sido la inductora del robo en un intento por ajustar cuentas con la historia -las joyas servirán al joven para iniciar un pleito contra la compañía hotelera- tampoco pagará las consecuencias del acto, porque a pesar de compartir rasgos étnicos con su amante, no pertenece a la misma clase social. En The White Lotus es fundamental ver quién pierde.

-Rachel Patton se dará cuenta de que su matrimonio fue un error, una salida tan fácil como equivocada. Su marido es un cenutrio con unos abdominales perfectos, una caída de ojos divina y una American Express sin límite de crédito. Ella ha quedado reducida al papel de trofeo. No importan sus conocimientos, su labor periodística o sus ganas de progresar, solo sus límpidos ojos azules, sus pechos erguidos y redondos y sus buenos modales. De nuevo, un conflicto de clase abriendo en dos una relación, porque tanto Shane como su madre, la señora para la que se inventó el adjetivo pija, desprecian su trabajo, a los dos les dan igual sus inquietudes y únicamente aspiran a que este guapa. Y no solo manifiestan que ese es su deseo, sino que, sin necesidad de forzar la máquina, obligan a que se cumpla. Porque pueden (“¿qué hubiera pasado si hubiera venido mi madre a nuestro viaje de novios?”, inquiere Rachel; “eso es imposible, no puede pagarse el billete”, responde su marido). El abrazo final entre la pareja en la sala de espera del aeropuerto es estremecedor.   

-A Armond se lo comen los problemas. Una empleada se pone de parto en su primer día de trabajo. Shane Patton le saca de sus casillas cada día porque no tiene la habitación que le correspondía. Todo el mundo se queja por esto y por aquello. Y en esto que se topa con lo que parece la bolsa de un grupo de colegas que se van a un festival de música electrónica. Boom. Por la nariz entra la ketamina y Armand expulsa todas sus frustraciones, acosa a sus trabajadores, les ofrece (y consigue) sexo a cambio de prebendas (de nuevo la jerarquía, en este caso, laboral), se va desquiciando día a día, poco a poco. En el fondo, es un estudio sobre una masculinidad frágil, cargada de frustraciones, siempre tratando de mantener la cabeza fría porque es consciente de que, al mínimo desliz, todo se irá por la borda. Como la gran mayoría de personajes de la serie -todos ellos gente terriblemente sola que está en compañía de otros- su viaje, en términos narrativos, es apasionante. 

Y luego están su endiablada estructura vodevilesca -la serie mejora mucho tras el segundo capítulo- con una bolsa llena de drogas sintéticas como leitmotiv; sus apuntes escatológicos -sinónimo de la mierda que todos llevan dentro y que necesitan sacar… y que nunca verás en una serie de David E. Kelly-; el uso sarcástico de la música, siempre poniendo en evidencia la actitud de los personajes (uno de los grandes hallazgos de esta teleficción y otra de las sobresalientes diferencias con respecto a la enfática Nine Perfect Strangers) o esos interludios naturales (palmeras, el mar revuelto, etc.) que avanzan un final tumultuoso y que oponen la belleza del paisaje a lo horrible del comportamiento humano. White marca desde el principio esa podredumbre moral con algunas composiciones significativas, utilizando cristales y/o ventanas, sucios o vaporosos, que no permiten ver con nitidez el paisaje (fíjense en la foto superior o en todos los planos tomados desde el interior de las habitaciones del hotel mirando hacia el exterior), como si, de algún modo, esos hombres y mujeres infelices y autoritarios interfirieran en la captación de la esencia del lugar en el que se encuentran. En el fondo, el resort, sus constructores y sus huéspedes funcionan como metáfora del invasor que está donde no le corresponde y, por lo tanto, ‘molesta’ (e impide que, si los personajes están de por medio, veamos ‘bien’ el paisaje). No puede ser casual que Quinn, ese chaval que no sabía vivir sin tablet ni conexión a internet, vaya abandonando la habitación familiar para ocupar una tumbona en la playa y pasar allí las noches. Él será quien conecte con la naturaleza, quien estreche lazos con los ‘verdaderos’ hawaianos, quien se quite de encima el moho de superioridad (“no es robar cuando crees que todo es tuyo”) que recubre la piel del hombre blanco.  

En resumen: menos mística y más sociología.

@EnricAlbero

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