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Algunos madrugaron. Otros no dormimos. Sea como fuere, el arranque de la octava y última entrega de Juego de Tronos (GOT en adelante) adquirió tintes de ritual y los fans (y los picapedreros de la tecla) cumplieron con los mandamientos de la liturgia seriéfila, un viejo sacramento que, sin embargo, ahora adopta nuevos hábitos, como si fuéramos el domingo a misa de doce y el párroco del pueblo se nos apareciera con una sotana estampada de flores. Digo esto porque la serie (ahora ya) inspirada en la obra de George R.R. Martin mantiene vivas las tradiciones de la vieja televisión, aquella que nos tenía toda la semana aguardando un nuevo capítulo y que lograba que cada emisión fuera, a la vez, un acto de placer íntimo y de celebración comunitaria. Ahora, sin embargo, ese acontecimiento que, en cierto modo, participa del orden de lo religioso se materializa de otras maneras, sustituyendo la televisión-altar por la tablet o el portátil, viendo el capítulo en riguroso directo o esperando a primera hora de la mañana para devorarlo on demand y forjando ese sentimiento de comunidad, primeramente, a través de las interacciones en redes sociales (digamos que la conversación personal sobre la serie ya está en un segundo estadio de comunicación, que la experiencia colectiva primera se produce a través de Twitter o Instagram). Dejando a un lado estas consideraciones –y lo que puede suponer el fin de GOT con respecto a la manera que tenemos de ver series, algo que explica aquí muy bien Matt Zoller– el inicio de la temporada final de la producción estrella de la HBO sigue manteniendo el tono épico de la saga, fiando buena parte de su impacto a la música de Ramin Djawadi y a las prestaciones de su troupe de actores. El 8.01, ‘Winterfell’, va directo al grano y, básicamente, se centra en el reencuentro del clan Stark en su ciudad-feudo a la espera de la llegada del ejército de Caminantes Blancos que está a punto de caer sobre ellos e iniciar su conquista de los Siete Reinos. Esa reunión familiar supondrá el regreso de Jon Snow (Kit Harington) acompañado de Daenerys Targaryen (Emilia Clarke), a quien ha rendido pleitesía en aras de formar un frente común contra el invasor.
En el sur, Cersei Lannister (Lena Headey) ve como Euron Greyjoy (Pilou Asbaek) retorna a sus costas procedente de Essos, acompañado de las huestes de mercenarios conocidas como ‘La compañía dorada’, cuya contratación ha podido sufragar gracias al apoyo del Banco de Hierro. Sin embargo, el número de soldados no concuerda con las promesas de Greyjoy –es inferior a lo acordado–, lo cual contraría a la regente que, por otra parte, ha encargado a Bronn (Jerome Flynn) que elimine a sus dos hermanos, Tyrion (Peter Dinklage), ahora al servicio de Daenerys, y Jaime (Nikolaj Coster-Waldau), que ha desobedecido su orden y se ha marchado al norte a combatir junto a los Stark aun cuando la propia Cersei se negó a sumarse a la iniciativa defensiva a pesar de haber dado su palabra. La secuencia inicial funciona casi a modo de resumen visual del episodio: una cámara en movimiento perpetuo (travellings laterales, cenitales que recorren el paisaje) sigue a un niño que observa a las tropas llegar a Winterfell. Ese trazado que lo conduce a Arya (Maisie Williams) y de ahí a Jon y Daenerys, sirve como metáfora del capítulo, una especie de barrido que coloca a cada jugador en posición antes de que empiece la partida. En una serie marcada por los grandes momentos –la muerte de Ned, la Boda Roja, el final de Tywin Lannister, el "Hold the door", el regreso de entre los muertos de Jon Snow, la destrucción del Septo de Baelor, el juicio final de Meñique...–, este 8.01 se antoja como el preludio tranquilo de lo que está por venir. De hecho, el punto álgido del episodio no es otro que la revelación a Jon Snow, por parte de Sam Tarly (John Bradley), de su verdadera identidad; esto es, que es Aegon Targaryen, que es el heredero por derecho propio del Trono de Hierro y que tendrá que decírselo a su tía Daenerys, hasta ese momento única candidata por consanguinidad a ocupar el aposento real, con la que, además, juega a ‘Dragones y Mazmorras’ (que es como se llama jugar a médicos en estos universos de fantasía, abrigos de piel de conejo y fortalezas medievales).Junto con el ‘momento de la revelación’, quizá sea la muerte de Ned Umber (Harry Grasby) el instante más impactante del episodio, aquí tanto por el giro de guion (un susto propio del cine de terror) como por la estética macabra que envuelve toda la secuencia (creo que no hace falta extenderse).
Más allá de su ambientación, su cuidado diseño de producción y la magnífica ingeniería de sonido, GOT sigue siendo una serie poco sorprendente en lo formal. Su potencia radica en los salvajes giros de guion y en la complejidad de los personajes. De hecho, en lo que a puesta en escena se refiere es, en ocasiones, un tanto descuidada y, la mayoría de las veces, muy formularia, limitándose a aplicar recetas que funcionan casi siempre.