En plan serie por Enric Albero

The Good Fight. Down with Trump

1 junio, 2018 10:55

Pueden dejarse las retinas leyendo manuales de guion cuyos autores les jurarán por David Mamet que ellos tienen la fórmula del éxito. Que han desmenuzado las biblias de las películas más taquilleras o de las series más vistas y han descubierto ese resorte que hace clic y convierte las palabras en dinero. Paparruchas. Bullshit. Ni caso. Como no se cansa de repetir William Goldman: en este negocio nadie sabe nada. ¿O puede que sí? ¿Qué saben Michelle y Robert King que desconocemos el resto de los mortales? ¿Cómo y por qué funciona tan bien The Good Fight si no es más que un sucedáneo de The Good Wife? ¡Dennos su receta!

En los créditos de The Good Fight (TGF en adelante) observamos una sucesión de objetos a los que se les puede asignar la condición de propiedades vinculadas a la clase media-alta de la sociedad urbana estadounidense (representada, en este caso, por los abogados, claramente incluidos en ese segmento de población). Ante nuestros ojos desfilan, al son de ese score in crescendo compuesto por David Buckley, códigos legales, ordenadores, jarrones con flores, bolsos y armarios llenos de ropa, posesiones propias del ámbito de la abogacía, pero también pertenecientes a un estilo de vida concreto. La música va ganando intensidad hasta que las botellas de vino, los teléfonos y los burós empiezan a estallar. Entre otras muchas cosas, también revienta una televisión bien dotada de pulgadas en la que aparece el rostro de Donald Trump (y a su lado los nombres de Robert y Michelle King como productores ejecutivos). Esa secuencia de créditos aparentemente banal trasciende su cometido informativo e inscribe el nombre de todos los responsables de la serie en una operación de (doble) sentido mayor. Por un lado, las explosiones apuntan a la destrucción tanto del imperio de la ley como del way of life representado por esos objetos y, por el otro, la volatilización de Trump dentro de una pantalla de televisión plantea una metáfora multidireccional: la necesidad de acabar con el máximo responsable de la actual crisis y la urgencia por erradicar una manera de entender los media de la que un señor con el pelo naranja es su máximo exponente. Todo esto podría ser, solamente, una extralimitación interpretativa fruto de un fervor hermenéutico provocado por demasiadas clases de semiótica y lecturas caníbales de textos de González Requena. Y digo que podría porque todo lo que sigue a esos créditos se ajusta a la hipótesis planteada. En este spin-off de The Good Wife, sus creadores siguen aplicando el mismo recetario que en la serie matriz no solo evitando que la repetición desemboque en cansancio o afectación, sino elevando el nivel de la propuesta. TGF se pega a la realidad como una lapa y drena el torrente sanguíneo de esta América autocrática para tratar de comprender y hacer entendible qué diablos está pasando allí (y esa es una de sus grandes virtudes: ofrecer una explicación inteligible de lo que sucede sin perder el rigor ni obviar las complicaciones, como queda demostrado en el episodio dedicado a las fake news).
Aunque lo más importante no es su vocación de análisis estructural, sino la toma de posición política que asume sin caer en el hooliganismo. Porque si por algo se caracteriza esta producción de la CBS es, precisamente, por hacer del dilema la premisa alrededor de la que todo gravita. Es decir, la alineación de los personajes principales (y de sus creadores) en el bando demócrata, incluso su participación en el proceso de selección de un bufete que comande el impeachment contra el todavía presidente de Estados Unidos, no la convierte en un alegato panfletario y demagógico. Y es que, junto a su toma de partido ideológica, TGF hace de la complejidad otra de sus señas de identidad. Una complejidad que funciona a varios niveles. En primer lugar, referida a las situaciones/casos que plantea. No se evita ningún tema: acoso sexual, feminismo, inmigración, racismo, armas, coyuntura política, … Temas que remiten a asuntos concretos de manera literal (los desmanes sexuales de Trump) o alusiva (del caso Weinstein a Aziz Ansari, de armar a los profesores a los abusos policiales). Ninguna de esas cuestiones se enfoca, jamás, de manera frontal, ni siquiera partiendo de la base de que el tipo que sienta su culo sobre la silla del despacho oval dormiría mejor en una habitación acolchada. Los King y su equipo de guionistas se esfuerzan por tratar de entender a la otra parte sin dejar de denunciar los flagrantes abusos que se están produciendo y alientan el debate añadiendo matices que vadean las carreteras ideológicas de una sola dirección: la inclusión en Reddick, Boseman & Lockhart de Julius Cain (Michael Boatman), un abogado negro votante de Trump, o los choques entre la ‘vieja’ y la nueva ola feminista, son ejemplos que nos convencen de que alcanzar una solución jamás es fácil y que siempre hay peajes que pagar.
Esa complejidad coyuntural –la de una América enloquecida- también se traslada al diseño de personajes. A las disyuntivas propias del oficio que desempeñan sus protagonistas, se suman ahora las contextuales, sintetizadas en esa frase de Diane Lockhart (Christine Baranski): “intentan destruirnos, si hay un momento en el que fin justifica los medios, es este”. El clima de confusión y de asombro es tal que la brújula moral se ha estropeado, y hasta una demócrata convencida como Diane se plantea seriamente si no debería empezar a utilizar la Smith & Wesson que guarda en su cajón. Porque es cierto que TGF desgaja las estrategias que han llevado a Donald Trump a la presidencia: el uso de las tecnologías de la información y de las redes sociales para crear noticias falsas, la transformación de los medios en altavoces que solo emiten ruido, la confusión como principal herramienta discursiva, la dificultad, cada vez más grande, para discriminar lo verdadero de lo falso; el control de la oposición ideológica mediante el uso de las fuerzas de seguridad y las agencias gubernamentales o el desprecio de la inteligencia. Eso está presente, es el motivo central de esta segunda temporada junto con la ola de asesinatos de letrados, pero toda esa andanada crítica sirve, a su vez, para arremeter contra un partido demócrata incapaz de hacer frente a este fenómeno. TGF nos muestra una formación dividida entre quienes quieren combatirlo con sus propias armas y quienes asumen que quebrar las reglas del juego solo hará que la escalada de insania aumente de manera exponencial. En esa tesitura, la propia serie se autoimpone el título de bastión de la resistencia frente al titular de la Casa Blanca. Cuando Jay Dipersia (Nyambi Nyambi) sale de la cárcel, silba el main theme de TGF, una autocita que indica que solo con producciones comprometidas será posible combatir (para tratar de erradicar) ideologías racistas e insolidarias; esto es, la ficción como reparadora de la realidad. Además, la primera secuencia del season finale se permite hablar sobre el traslado de una serie a Chicago –donde se desarrolla TGF- a la que se le han negado unos incentivos fiscales por tener su centro de postproducción en Los Ángeles debido a cuestiones de diversidad. Metalenguaje puro con el tema racial de fondo.

En una temporada marcada, también, por la misoginia y los abusos sexuales vinculados al poder, la exploración de los personajes femeninos ha roto con los roles que, en ficciones de este tipo, se ha venido asignando a las mujeres. No hay descripciones monolíticas de comportamientos, actitudes o relaciones entre ellas o con respecto a los hombres. Prima su cada vez más asentada independencia y la lucha continua por imponer su propio criterio al margen de tradiciones arcaicas o de la presión social. Toda la trama referida a Luca Quinn (Cush Jumbo), su embarazo y su relación con Colin Morello (Justin Barth) relata las dificultades para conservar el estado -civil y laboral- que ella desea para sí misma (con todas las dudas que ello conlleva). No debería sorprendernos -y sin embargo lo hace- la multiplicidad de relaciones entre mujeres que muestra la serie (amistad, compañerismo, rivalidad, amor, tensión), los conflictos que surgen entre ellas, su pelea diaria por cambiar una sociedad en la que siguen siendo tratadas con inferioridad, el empuje de las nuevas generaciones representado por Marissa Gold (magnífica Sarah Steele)… Una retahíla de detalles que, una vez más, rematan las aristas de una teleficción poliédrica, poco amiga de las figuras planas. Una serie que resume su aproximación a lo femenino con otra frase para el recuerdo de Diane: “Las mujeres no son una sola cosa y usted no puede determinar lo que somos cada una”.

La narración cristalina

La teleserie creada por los King, y que en España emite Movistar +, también mantiene los rasgos de estilo propios de su antecesora. Ahí están los secundarios excelentemente caracterizados con apenas un par de pinceladas -¡qué jueces se inventa esta gente! ¡qué grande lo de Rob Reiner en el episodio 3! - o la imposición de ese allegro narrativo a través de la música como marcador tonal –impone el ritmo, no subraya emociones- y del montaje, como ejemplifica el vibrante duodécimo episodio (también influyen en esta cuestión esos giros de guion maravillosos, como el que denominaré Melania twist, que dan un vuelco a la trama y cambian el paso de la serie). Además, la preferencia por las composiciones simétricas y el discreto uso del plano secuencia para acompañar a los personajes (lejos de los walk & talk de El ala oeste de la casa blanca), dotan a la serie de un aspecto límpido y elegante que refuerza la claridad narrativa. Pero TGF contiene alguna que otra sorpresa visual que merece ser resaltada. Pensemos, por ejemplo, en el arranque del episodio 11. En un viejo aparato de televisión vemos un breve resumen de lo acontecido hasta ese momento, la cámara va acercándose hasta la pantalla, que se llena de nieve y de ahí, mediante un fundido, pasamos a la pantalla de un teléfono móvil. Con ese gesto no solo se sintetiza el cambio de paradigma tecnológico, sino cómo una serie de corte clásico como esta sigue funcionando en un nuevo ecosistema. La buena ‘vieja’ televisión que es de TGF pervive, primero, porque no funciona al margen de esta nueva era, sino que aplicando modelos narrativos consolidados -convencionales, si se quiere- es capaz de dar cuenta de ella y reflejar todas sus encrucijadas. Y logra mantenerse, porque al contrario que el Uber que Diane espera, tiene muy claro dónde quiere llegar: los King demuestran que el mapa es más fiable que el GPS. Otro apunte (el último, prometido). Al inicio del post hablábamos de William Goldman (en pie y saluden). En el episodio final de esta segunda entrega hay una cita directa a Todos los hombres del presidente, película escrita por el autor de La princesa prometida. El encuentro en el parking entre Diane y una informante remite -es ‘casi’ idéntico- a los que mantenía Bob Woodward (Robert Redford) con Garganta Profunda (Hal Holbrook). Solo que ahora, la fusión de tragedia y tiempo transforma el porte grave que poseía el delator del filme de Alan J. Pakula en una actriz porno metida a soplona que no sabe en qué plaza ha aparcado su coche. Cuando América se trastorna, recurrir a la conspiración (real o inventada) suele ser una salida socorrida. Recuperar una película política como esta y adaptarla a la situación actual -esto es, asumir que Trump es Nixon tuneado por un garrulo- implica reconocer que se está ante un problema del mismo calibre pero que las circunstancias han cambiado: por eso parece más lógico abordarlo desde la farsa, desde la comedia bufa y el juego con el doble sentido, que desde el thriller (el humor es otro de los grandes valores de la serie). Radiografía -qué nos gusta esta palabra a los críticos- hasta el tuétano del presente estadounidense, azote contra la administración Trump, vibrante serie de abogados y caleidoscópico fresco femenino -Albero, para, que te estás poniendo estupendo- todo eso es The Good Fight. También una señal de alarma: puede que todo este desaguisado solo sea, como advierte el señor naranja, la calma antes de la tempestad (visto su concepto de calma, seguramente para él, el Katrina fue una suave brisa). En fin, como dice la suegra de Luca cuando descuelga el teléfono: “Morello residence. Down with Trump”.

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