En plan serie por Enric Albero

The Girlfriend Experience, intemperie emocional

2 febrero, 2018 09:26

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Un momento de The Girlfriend Experience[/caption]

Una mujer tirada en el suelo de una nave industrial llena de desperdicios. Otra mujer con el rostro y la ropa ensangrentados y un fusil en la mano, mirando el horizonte a orillas de un lago. Así termina la bicéfala segunda temporada de The Girlfriend Experience, una serie que, una vez cerrada la primera entrega, parecía inmejorable. Sin embargo, Lodge Kerrigan y Amy Seimetz le dieron al botón de reset –la T1 ya era autoconclusiva– para entregarse a sendos ejercicios de estilo que nada tienen que envidiar a los 13 primeros capítulos protagonizados por una brillante Riley Keough.

Dividida en dos partes de siete episodios cada una, la teleficción producida por Starz cuenta dos historias totalmente diferentes, escritas y ejecutadas de manera independiente por cada uno de sus responsables.

Lodge Kerrigan: Erica & Anna

Erica Myles (Anna Friel) trabaja en una agencia que recauda fondos para financiar campañas políticas. Tras ser abandonada por su pareja, encuentra consuelo en una escort de lujo, Anna Greenwald (Louisa Krause). Como ya sucedía en la temporada inaugural de la serie, Kerrigan equipara los vínculos personales a los mercantiles, como si el sexo o los sentimientos quedaran registrados en balances contables o el amor y el cariño fueran un producto que se pudiera adquirir a través de una opa hostil. Las relaciones de posesión y control que se establecen entre ambas, las fluctuaciones sentimentales que Erica experimenta o las pequeñas traiciones que sobrevienen a medida que la historia avanza son idénticas a las que ocurren en el entorno de sus actividades políticas/empresariales. Las delaciones, la manipulación continuada o el uso de testaferros para ocultar la ilegalidad de una operación aplican en ambos mundos: ¿o acaso no es posible que Erica use a Ana para recuperar a su ex, del mismo modo que el empresario canadiense Martin Hoban utiliza a Peter Koscielny para invertir en un campaña en la que, por ley, no puede hacerlo?

Lodge Kerrigan filma con un escalpelo: la fotografía de tonos acerados (azules mortecinos, grises, blancos), los encuadres rectilíneos, la luz gélida… El director de la magnífica Keane (2004) incide, a través de la puesta en escena, en la artificialidad de un ambiente diáfano bajo cuya claridad se esconde una fauna depredadora con menos escrúpulos que el hijo imposible de Gordon Gekko y Cruela DeVille (bueno, imposible no, podría haber sido engendrado en Atracción Fatal). En la ‘parte Kerrigan’, la perfección formal apunta hacia la irrealidad de todo cuanto vemos. Predominan las escalas amplías, como si todo sucediera muy lejos de nosotros: la distancia fílmica y la distancia empática entre la audiencia y los personajes es equivalente. El diseño de producción señala, sutilmente, la provisionalidad obligada por ese modo de vida: los despachos semivacíos, el cableado saliente de la madriguera de su enchufe como un reptil perezoso,… En esos edificios de oficinas pensados por un diseñador de interiores que parece considerar el minimalismo una ostentación, todo se ordena bajo la premisa de que hoy puede ser el último día. Y luego están las habitaciones de hoteles ultra-cool, las casas planeadas por arquitectos con alergia a las curvas y la gente que vive entre las páginas de este catálogo de Bang & Olufsen que es, como el prospecto que parecen habitar, fría y calculadora. Hasta que surge el amor (o algo parecido). Yo lo explicaría, de hecho voy a hacerlo, con el siguiente ejemplo: imagínense caminando por un Ikea y que, de repente, suene Camela en el hilo musical… “cuando sarpa el amol…”. Pues eso, la ruptura.

Las composiciones de Friel y Krause también siguen esas pautas: las dos buscan obtener el control de la situación utilizando las herramientas de que disponen (la astucia y el sexo, respectivamente), hasta que se conocen y se establece un lazo entre las dos que conlleva un cambio de actitud que, sin embargo, será insuficiente. La podredumbre moral de un sistema regido por el dinero en el que el beneficio máximo parece ser un tótem ineluctable, desemboca en una condena a la soledad más absoluta, a vagar por la intemperie emocional tratando de “olvidar el dolor”. En su cierre, Kerrigan nos deja a Anna con uno de sus clientes, vestida de blanco, en una habitación nívea, como si las putas (las explotadas) fueran las depositarias del último resto de pureza. Erica (la clienta/la explotadora) termina asumiendo su condición de despojo humano en un plano que conecta directamente con propuestas cinematográficas tan contemporáneas como Sin amor / Loveless (Andrey Zvyagintsev, 2017) o Frost (Sharunas Bartas, 2017) en las que la fe en el ser humano parece haberse agotado y ya no queda ningún resquicio por el que se filtre un hilo de optimismo. La nave industrial en ruinas o llena de basura, como en este caso, está convirtiéndose en un elemento simbólico de primer orden para describir un modelo devastado (sin entrañas, implosionado) del que ya solo queda el esqueleto.

Para terminar con la serie que en España emite Movistar +, un par de apuntes visuales extraídos del último capítulo que demuestran el celo con el que Kerrigan ha diseñado su parte: el travelling de acercamiento hacia al rostro de Erica durante el interrogatorio, incrementando la tensión hasta que la pillan en falta y ese plano general, con la propia Erica ‘aplastada’ por el enorme edificio federal, componiendo una metáfora visual de lo que le está sucediendo.

Bria. Amy Seimetz

Bria (Carmen Ejogo) es una soplona. Ha decidido delatar a su pareja, un influyente miembro de esa sociedad anónima con ánimo de lucro llamada crimen organizado, y entrar en el programa de protección de testigos, cargando, además, con la hija de su ex. Solo que Bria conoció a su partenaire cuando ejercía de acompañante. Y el cambio de vida motivado por su decisión no le sienta nada bien. Porque no es fácil pasar de una mansión con capacidad para acoger finales continentales de baloncesto, con cristalería Riedel y una bodega con varios Romanée-Conti a una casa diminuta con vasos de plástico y latas de cerveza. Ser decente está muy bien si no fuera porque te obliga a ser pobre.

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El personaje de Bria empuñando un fusil[/caption]

Si la ‘Parte Kerrigan’ era azul, la ‘Parte Seimetz’ es roja. La directora de Sun don’t shine (2012) aprovecha las condiciones lumínicas de Nuevo México y baña de calidez la huída desesperada de Bria, acerca la cámara a su protagonista y apresa sus vaivenes emocionales provocados por la falta de dinero, las dudas sobre su decisión, el miedo a ser asesinada y el terror a quedarse sola, desamparada. Seimetz apuesta por la fisicidad, por la inestabilidad de la cámara e incluso por el desenfoque. Ejogo –voluptuosa, sensual, frágil– pone su carne y su sangre al servicio de una escapada que por momentos parece imposible: durante la preparación para el juicio, en esos interrogatorios que parecen extraídos de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971), la cámara emprende un vuelo libre y se desplaza de los personajes a la ventana, asociando el horizonte a un espacio en el que aparezca un nueva oportunidad, alternativa que la propia Seimetz niega, haciendo que el objetivo retroceda, como si rebotara contra una frontera de cristal, revelando la existencia de una cárcel translúcida.

Bria busca un refugio en otros hombres, ninguno de ellos es bueno. Ni el gurú de la autoayuda, más interesado en su hija adolescente que en ella, ni el policía al que manipula utilizando la única arma que posee hasta que tiene dinero para adquirir una real: el sexo (y aviso, en ninguna de los dos partes se ahorran detalles, aunque estén filmados con un gusto exquisito). De nuevo el control, la posesión del otro y, también, la paranoia, como indicadores del modo de relacionarnos en los tiempos del neoliberalismo. Un modelo insostenible incluso desde un punto de vista sentimental y sexual. Por eso, a la hora de la verdad, tanto Erica como Bria acaban huyendo –la primera de un interrogatorio, la segunda de los juzgados– incapaces de lidiar con lo que les viene encima. Ahora bien, sus viajes no pueden ser más distintos: mientras la lobista se rinde, víctima de un sistema regido por la doble moral que ella ha ayudado a perpetuar; la segunda, la puta, se rebela empuñando un fusil de asalto y quitando de en medio a todos aquellos que, de un modo u otro, se han aprovechado de ella (con ese ‘I don’t need you’ que parece estar dedicado a todos los hombres que poblamos la faz de la tierra). Resulta significativo que la serie termine con esa imagen de Bria cubierta de sangre, casi un manifiesto a favor de la combatividad, mucho más radical (y esperanzador) que el cierre desolador que propone Kerrigan. En cualquier caso, en las dos historias, las escorters, con sus debilidades y sus contradicciones (o puede que por ellas), son las heroínas.

Soderbergh, productor

Dos series independientes (en una), dos tonalidades. Un recurso que remite directamente a la obra de Steven Soderbergh, uno de los productores de esta teleficción y autor de la película original de la que parte esta versión libre de Seimetz y Kerrigan. En su blog de esta casa, el periodista y crítico Carlos Reviriego ya daba cuenta de las fecundas relaciones que se establecían entre el film, fechado en 2009, y la primera entrega de la serie, pero también de las variaciones introducidas por el tándem creativo. Es evidente que, en esta segunda etapa, la influencia estética del director de Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989) sigue estando presente, por más que la serie explore nuevos territorios y su indagación en la psique de los personajes, rehuyendo cualquier moralismo, sea más profunda que la del material de partida. Dicho esto, The Girlfriend Experience debería servir para poner en valor la figura de Soderbergh, probablemente uno de los mejores narradores del presente, pero también uno de los productores más influyentes del momento. Quedémonos solo en el mundo de la televisión (en el cine ha figurado como productor o productor ejecutivo de –agárrense–: Todd Haynes, Richard Linklater, Lynne Ramsey, Greg Mottola o Tony Gilroy, entre muchos otros). En el medio catódico desarrolla dos fórmulas de trabajo. A la primera de ellas la llamaremos la del ‘autor total’. Cuando la emplea, Soderbergh es un hombre de Atlanta que lo hace todo: produce, dirige y, casi siempre y como suele ser habitual en él, ejerce como director de fotografía bajo el seudónimo de Peter Andrews. De esa metodología de trabajo han surgido K Street (2003), una serie de 10 episodios escrita por Henry Bean (famoso por su película The Believer con un jovencísimo Ryan Gosling haciendo de judío… nazi); The Knick (2014-2015), un period drama médico de una factura sobrecogedora y un guion a cargo de Jack Amiel y Michael Begler menos convincente; y Mosaic (2017), su última apuesta sobre la que hablaremos largo y tendido la próxima semana (aquí, por cierto, vuelve a repetirse el juego cromático del que hablábamos la principio de este ya largo párrafo).

Su otro método es el de ‘colega, yo pongo la pasta’. De ahí han brotado Unscripted (2005), de sus amiguetes George Clooney y Grant Heslov, con los que también ha colaborado para la gran pantalla (Buenas noches y buena suerte, por ejemplo); Red Oaks (2014-2017) creada por Joe Gangemi y Gregory Jacobs y que contó con directores como Hal Hartley o David Gordon Green; la serie que ocupa este post, The Girlfriend Experience, y por último, pero no por ello menos interesante, Godless (2017), el western serial de Scott Frank, guionista de la deliciosa Un romance muy peligroso (S. Soderbergh, 1998) y de ese peliculón que es Logan (James Mangold, 2017). Por cierto, sobre Godless también habrá tiempo para volver (impugnemos, de vez en cuando, el criterio de actualidad).

Sirva toda esta batería de datos, que supongo habrán recibido como si les hubiera descargado una ametralladora en la cabeza, para poner en su lugar a un realizador prolífico –aunque tiene más créditos como productor– que amenaza continuamente con retirarse del oficio y que no deja ni de apostar por otros talentos ni de dirigir: en el próximo festival de Berlín presentará Unsane, película rodada durante siete días con un iPhone y protagonizada por Claire Foy (The Crown), y ya trabaja con su más reciente aliado, Scott Z. Burns, en un filme sobre ‘los papeles de Panamá’. En lo que a televisión se refiere, ya lo hemos dicho, su último juguete es Mosaic. Solo diré una cosa (y creo que es suficiente para generar expectación): sale Sharon Stone. La semana que viene diré más cosas. Así que ya saben: stay tuned.

Image: Más cine por favor

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