En plan serie por Enric Albero

Alias Grace. El cuento de la sirvienta

24 noviembre, 2017 09:31

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Sarah Gadon protagoniza Alias Grace[/caption]

Grace Marks (Sarah Gadon) es Sherezade, la contadora de historias de Las mil y una noches. También es Penélope, la incansable tejedora que cose y descose su tapiz alargando el tiempo, esperando para dar la última puntada cuando las circunstancias encajen en el orden de las cosas que ella ha imaginado. Pero, ¿qué rasgos comparten estas tres figuras? En primer lugar, sus historias se desarrollan en un tiempo pasado. Las tres viven en una situación de manifiesta inferioridad: la primera está condenada a cadena perpetua, la segunda podrá ver como su cabeza se separa de su tronco si se le acaba la inventiva y la tercera estará obligada a casarse con uno de los múltiples pretendientes que la acechan (el puerco de Antinoo es el más insistente) si Odiseo no regresa a tiempo de su crucero por el Egeo (el todo incluido es lo que tiene, que engancha más que un orfeón de sirenas con la voz de Diana Krall).

Lo interesante de todas ellas es que, lejos de arredrarse, asumen desde una posición de desventaja, de manera sibilina y rehuyendo una confrontación directa en la que no tendrían posibilidad alguna, el control de la situación. Y lo hacen a partir de mecanismos relacionados con la creación: Sherezade a través de la narración oral, Penélope con la tapicería (el arte en su acepción griega original: tekné) y Grace Marks sumando las habilidades de las dos anteriores y ampliando el abanico de posibilidades de la caduca muletilla ‘mis labores’. Porque aquí ya no se trata de contar cuentos para sobrevivir, sino de narrar la propia historia, de darle forma sin que nadie intermedie; y no se trata, tampoco, de terminar el sudario para el rey Laertes, sino de confeccionar una colcha cuya función se inscribe en el terreno de lo simbólico (el recuerdo de todas las víctimas), más allá de sus bondades calefactoras y de su carácter decorativo.

En definitiva, lo que Margaret Atwood expone en la novela que sirve de base a esta producción de Netflix es la necesidad de que las mujeres sean dueñas de su propio relato; que, como sigue sucediendo a día de hoy, los hombres no les enmienden la plana. Pero –y este pero debería ir en mayúsculas- lo más importante de Alias Grace es que su protagonista está lejos de ser una heroína o un modelo de conducta a seguir. Porque Grace Marks es una asesina. Y además es una narradora tan fiable como un artículo de teletienda. Jamás sabemos cuándo miente o cuando nos dice la verdad. Cambia de versión en función de su interlocutor, endulza los hechos o les añade picante a voluntad, se desdice continuamente y aporta nuevos datos cuando le conviene. Es la ambigüedad hecha carne, hecha lengua. Y ahí es donde late todo el potencial discursivo de una teleserie que se aparta del énfasis retórico y el discurso maniqueo con el que The Handmaid’s Tale (Bruce Miller, 2017) pretende atizarnos en cada plano.

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Margaret Atwood haciendo un cameo en la serie[/caption]

Todo es deliciosamente inteligente en esta creación. La elección de un personaje real (Grace Marks existió y fue condenada). El paso de esa historia por el tamiz ficcional. La búsqueda de una verdad que trasciende la realidad primera, cambiándola sin traicionar su esencia. Atwood recopila las vicisitudes vividas por Marks, que en julio de 1843, y cuando contaba con dieciséis años de edad, fue declarada cómplice en el asesinato de Thomas Kinnear (Paul Gross), para quien trabajaba como sirvienta, y condenada finalmente a cadena perpetua. Años más tarde, un grupo de reformistas y espiritistas que pretende obtener el indulto de la muchacha contrata al psicoanalista Simon Jordan (Edward Holcroft), que se entrevista con la rea para que le relate los pormenores de lo ocurrido y así poder arrojar algo de luz a los trágicos hechos que ella afirma no recordar.

Las charlas entre doctor y reclusa servirán para reconstruir el caso y tratar de dilucidar la verdad, de saber si Grace Marks fue una víctima o una asesina, una virgen o una puta. El problema para los que esperen una solución es que Alias Grace no es un whodunit, la cosa no va de resolver un misterio, sino de poner en jaque el sistema al completo. Una organización social dominada por los hombres, una estructura heredada desde tiempos inmemoriales y cuya pervivencia parece incuestionable, como si formara parte del orden natural de las cosas -por eso es tan importante que el relato se ambiente en el siglo XIX, comprometiendo así a todo un género literario como la novela histórica, o la variante serial de los llamados period film (¿no es acaso una manera de poner en duda cómo y quién ha construido todo nuestro pasado?).

No es importante que Grace sea buena o mala, de hecho lo crucial es que sea un personaje lleno de aristas, profundamente complejo, alejado de tantos y tantos roles femeninos definidos por la brocha gorda del estereotipo. Su personalidad movediza (y magnética) permite que todos los problemas que afectan a las mujeres afloren sin que ELLA se convierta en ejemplo de nada ni para nadie. Ahí están las violaciones, el acoso, las vejaciones, el aborto, la explotación laboral, el trato inhumano (la mujer como un animal al que se abandona cuando queda embarazada y no sirve para el propósito que ‘le han’ asignado), las relaciones viciadas entre mujeres, los problemas de clase que las separan, las tradiciones perversas (el novio/marido como necesidad), las limitaciones impuestas por la ropa, la importancia de la apariencia exterior y –atención al detalle- el hecho de que se juzgue a James McDermott (Kerr Logan) y a Marks por el asesinato de su señor, pero no por el de Nancy Montgomery (Ana Paquin), ama de llaves y amante de Mr. Kinnear.

Porque Grace Marks, antes que una criada o una asesina, es una mujer, y como ella, todos los personajes femeninos que aparecen son carne de cañón de una ordenación que las denigra en función de su género. Eso le permite asumir una doble condición que, siguiendo esquemas tradicionales, parece imposible, la de ser al tiempo verdugo (¿lo es?) y víctima. Y la serie, bajo ningún concepto, trata de justificar sus acciones –no dictamina nada porque jamás sabremos la verdad, no hay juicio moral posible- sino de poner en solfa todas las trabas (perdón por el eufemismo) que el sistema heteropatriarcal impone a las mujeres para someterlas, ya sean homicidas, amas de llaves, niñas o amantes esposas. En esa tesitura en la que parece que matar o morir es la única opción, Atwood propone una (re)apropiación de la historia en clave femenina, un apoderamiento del relato propio que les ha sido arrebatado para poder explotarlo y moldearlo sin injerencias ni imposiciones.

Y eso es, en el fondo, Alias Grace. Una historia sobre mujeres escrita y filmada por mujeres. En ese sentido, la comunión creativa que han formado Mary Harron y Sarah Polley (con la escritora canadiense como supervisora) funciona a las mil maravillas. Las referencias literarias con que se inicia cada capítulo señalan cómo ha sido vista la mujer por grandes escritores… y por Emily Dickinson (doblemente citada), la invocación de la presencia de Edgar Allan Poe y sus cuentos sobre el mesmerismo, y el brillantísimo tratamiento del punto de vista (lleno de meandros cuando corresponde a Grace y plano cuando toma la palabra el lechuguino doctor Jordan) dan fe del talento escritural de la directora de Stories We Tell (2012). Y en lo visual, esa fotografía pálida en la que los azules oscuros se ven invadidos por los haces de luz que alancean las ventanas de la sala de estar en la que se producen las entrevistas (de nuevo, la dualidad sin que ninguna de las tonalidades se imponga), un único ralentí que remite directamente al primer pasaje de la novela (‘el momento’), la secuencia de la hipnosis, con el velo tapando la cara de una Grace a la que solo le vemos un ojo (¿su mitad malvada?) o las dos veces, tan significativas, en las que una mujer aparece abierta de piernas, solo vienen a confirmar lo que American Psycho (2000) ya señalaba a propósito de las capacidades fílmicas de Harron (eso sí, echo en falta un poco más de ‘variedad’ a la hora de filmar las sesiones de terapia). Por cierto, hay más detalles relacionados con la sensibilidad femenina de la puesta en escena que la crítica Mireia Mullor explica mucho mejor que yo.

Re-evolución

Alias Grace es una serie conceptualmente revolucionaria, no solo en el ámbito feminista, aunque propugne que la única revolución posible será feminista o no será. Además de ese punto no poco importante, la teleficción de Netflix supone una enmienda a la totalidad. Ahí está el personaje de Mary Whitney (Rebecca Liddiard) con sus continuas citas a William Lyon Mackenzie (sí, a la wiki, amigos) y sus arengas para empuñar las armas y enfrentarse a los burgueses. Esa frase que no cesa de repetir y que impregna, también, la reivindicación feminista: “no perdimos, solo que no hemos ganado todavía”. Tampoco falta la denuncia sin ambages de la capitalización de las relaciones personales (y por extensión, del capitalismo) o la de la valoración de las personas en función de lo que pueden comprar.

Forcemos un poco la etimología. Entendamos revolución como “cambio rápido y profundo en cualquier cosa”. Desmenucémosla y convengamos que revolución contiene evolución, que procede de evolucionar, esto es “desarrollarse, pasar de un estado a otro”. A partir de esta sucesión, ¿podríamos delimitar que Alias Grace propone una revolución? ¿Qué de lo que se nos habla es de promover un cambio rápido y profundo (más profundo que rápido, me temo) en la sociedad que implique la igualdad plena y, por lo tanto, suponga el paso de un estado (heteropatriarcal) a otro (igualitarismo)? ¿No se trata, pues, de re-evolucionar, de volver a evolucionar? Y, para terminar, ¿cuáles son las estructuras (económicas, sociales, culturales) que impiden que este tipo de cambios se produzcan o se den de manera tan lenta? No tardemos en reflexionar sobre estas cosas, hemos perdido demasiados siglos.

Coda

Lograr que, en una serie en la que el psicoanálisis es parte fundamental, David Cronenberg (ese tipo que ha dirigido cosillas como Spider o Un método peligroso) interprete al reverendo Verringer es todo un puntazo irónico (detalle humorístico que siempre se agradece en producciones que fuerzan la circunspección en el rictus).

 

Image: Alberto Ruy Sánchez: La bibliofilia es una patología que nos ayuda a vivir

Alberto Ruy Sánchez: "La bibliofilia es una patología que nos ayuda a vivir"

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