Libros surtidos en una librería. Foto: Pexels

Libros surtidos en una librería. Foto: Pexels

A la intemperie

El almacén de mis libros

En el momento en el que la sed bibliófila vence al espacio disponible en el hogar, lo que era una ordenada estantería pasa a ser un caos que amenaza con ocuparlo todo. 

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No recuerdo bien la temporada en la que mi estudio y biblioteca dejaron de serlo para transformarse en el almacén de mis libros. Dejó de existir lugar para más libros en las estanterías, eso sí lo recuerdo, pero mi sed de los libros que quería tener conmigo y no tenía resultaba insaciable. Y los libros que las editoriales y los amigos enviaban a casa hacían que se pudiera decir que entraban en la biblioteca en avalancha y sin tiempo alguno para buscarles lugar exacto.

Hubo un tiempo anterior en que los libros de mi biblioteca estaban cada uno en su lugar en una sola fila, por el orden alfabético de sus autores. Entonces era fácil encontrarlos en su nicho, pero pronto los libros que siguieron viniendo buscaron acomodo en una segunda fila y también por el orden alfabético de sus autores.

Entonces comenzaron ciertas dificultades para encontrar determinados títulos en momentos urgentes y determinados de trabajo, hasta que ya la biblioteca dejó de serlo y pasó, sin solución de continuidad, a ser el almacén de mis libros. Entonces envidié a aquel escritor aragonés, Miguel Pardella, que pudo fabricarse un piso encima de su casa, un espacio libre de todo objeto que no fuera un libro.

Una vez fui a casa de Umbral, en Majadahonda, y fui testigo de una operación del escritor cuando llegaron unos libros juntos de cinco o seis editoriales. Estábamos en invierno. Umbral hacía esta operación de vez en cuando: hojeaba los libros y tiraba al agua fría de la piscina los que no le habían interesado. Era lo que se llama una operación de “limpieza libresca”.

Cuando le pregunté qué hacía con la piscina cuando llegara el verano, me contestó que el mando había previsto limpiarla cada año de las cantidades inmensas de papel convertido en masa mojada a lo largo de todo invierno. Para mí no era una solución, porque mi piscina de agua salada y caliente y cubierta de cristal se usaba en invierno frecuentemente para francachelas y barbacoas.

Fue Umbral quien me contó la leyenda de Rafael Sánchez Ferlosio. Tenía una habitación para libros que, presumiblemente, comenzó por ser una biblioteca que, además de guardarse los libros que iban entrando en la casa, el escritor usaba como estudio para escribir.

Pero hubo un momento en que Sánchez Ferlosio comenzó a abominar de aquel espacio lleno de libros sin orden alguno, dejó de entrar en aquel cuarto y comenzó a escribir sus utopías en el pequeño salón de su casa. La habitación de los libros se convirtió en almacén. Los libros no dejaban de llegar a su casa, cortesía de amigos y editoriales, y Ferlosio los echaba dentro de la habitación de cualquier manera.

Si hay algo que me gusta de este disparate de cuarto de los libros es el olor del papel de esos mismos libros eternos que siguen respirando y exhalando esa esencia frenética de la literatura

Hasta que un día, el escritor fue a abrir la puerta del cuarto para echar algunos de los libros recién llegados y no pudo abrirla porque los libros del interior, apoltronados por centenares unos encima de otros, habían llegado a apoderarse del espacio que había que dejar para que la puerta abriera. Según la leyenda, esa habitación de los libros quedó clausurada para siempre sin que nunca supiéramos si alguna vez posterior Ferlosio encontró solución cierta para aquel problema.

En mi almacén de libros está la mitad de mi biblioteca, la otra mitad está en un pequeño loft que mantengo alquilado por el barrio de Cuatro Caminos, en Madrid;
pequeño loft o trastero, como ustedes quieran, donde hay también cuadros y bastantes objetos personales que tienen todos que ver con mi vicio de escribir literatura. Solventé mi problema comprando como mesa para escribir un tablero negro con dos burras a los lados y lo instalé en mi propio cuarto de dormir, desoyendo los consejos de los que sugieren que hay que dormir lo más lejos posible de las obsesiones cotidianas y de los vicios que pueden quitarnos el sueño durante largas horas de la noche.

Cuando quiero buscar algún libro por urgencia documental, echo mano de mi asistenta que —puro milagro— siempre sabe donde está el libro que busco en medio de columnas de libros, cajas de cartón llenas de libros y documentos y un sinfín de objetos y fetiches que he ido coleccionado a lo largo de toda mi vida de crápula viajero.

Pero si hay algo que me gusta de este disparate de cuarto de los libros es el olor del papel de esos mismos libros eternos que siguen respirando y exhalando esa esencia frenética de la literatura haga el tiempo que haga, como si las batallas del mundo no fueran con ellos.

La última entrada en ese almacén fue hace unos días. Estaba angustiado y lleno de ansiedad. Necesitaba encontrar El Arte de la Guerra, de Sun Tzu, para darle una lectura más en estos tiempos tan belicosos, y el Diccionario del Diablo, de Ambrose Bierce, el escritor sarcástico y loco que sirvió a Carlos Fuentes para escribir Gringo Viejo.

Por lo que sea, o por simple costumbre, no puedo desprenderme de estos dos volúmenes llenos de sabiduría. Mi asistenta los encontró enseguida para mi propia felicidad. Y en sus relecturas estoy, en mi salón, sentado en mi sillón de orejas de cuero nórdico, color mostaza, mientras tocan aquí al lado los largos violines del invierno.