En los años 60 del siglo pasado abundaron en España colecciones editoriales que conocíamos como “literaturas populares”. La idea había sido importada de América Latina, de grandes editoriales argentinas y mexicanas, y algunas de sus obras eran malas traducciones de su lengua original.



Sea como fuere, resultaron un éxito “popular” e incluso en un país como España, donde la costumbre de leer no existió nunca como una curiosidad necesaria, se vendieron (y leyeron, supongo) cientos de miles de ejemplares de las novelas de Mika Waltari, Lajos Zilahy, Leon Uris, Pasternak, Somerset Maugham, Pearl S. Buck, Dos Passos, Faulkner (¿Faulkner desde entonces?, sí, Faulkner ya desde entonces), Dorothy Parker, incluso Chejov; por supuesto que entraron de refilón Hemingway, Graham Greene y Pío Baroja, y de vez en cuando leíamos en esas colecciones a Nagore, César Vallejo, Jack Kerouac o Edgar Allan Poe.

Decenas de grandes escritores que nos crearon una idea literaria de lo más excelente y excepcional, y que clavaron para siempre entre nuestras costumbres la obligación estética de leer.



Sé de sobras que la lejanía y la distancia del tiempo agrandan el episodio hasta en nuestra mente y lo transforman en algo parecido a la leyenda, pero aquellos libros de las colecciones de “literatura popular” en ediciones baratas eran un refugio contra los avatares del tiempo de nuestra primera juventud universitaria, mientras terminábamos de salir del cascarón del huevo adolescente quienes con esfuerzo lo conseguíamos precisamente leyendo estas literaturas de los primeros grandes escritores que conocimos.



Me hice una pequeña biblioteca con esos primeros libros (también primera biblioteca personal) que me acompañaba a todos los lados que viajaba y que, durante casi seis años, estuvo conmigo en la ciudad de La Laguna y después en Madrid, durante mis estudios universitarios. Confieso, siempre lo he confesado, que no podía vivir sin ver esos libros míos en la estantería de mi habitación y desde mi mesa de estudio o mi cama de descanso.

Decenas de grandes escritores que nos crearon una idea literaria de lo más excelente y excepcional

Así me hice poco a poco a la presencia necesaria de los libros, desde que tuve conciencia mínima de lo que era la literatura, con mayúsculas si se quiere, la literatura como el arte de escribir algo que no se había escrito nunca antes.



Tengo desde entonces la creciente sospecha que los grandes escritores no lo son porque escriban para un lector más o menos supuesto (mientras escriben), sino para dejar una huella (la escritura) de lo que pasó en realidad o de lo que esos escritores pensaron que pasó y debía conocerse, quedarse impresa para siempre y que, ya de viejos (como nosotros ahora), lo recordáramos como una cicatriz de siempre.



¿Y hoy, qué literatura popular se lee?, ¿cuánto vive y respira un libro de estas literaturas en las estanterías de cualquier librería instalada en grandes almacenes?, ¿qué tipo de lector de hoy siente la necesidad de sumergirse en los cuentos de Maugham o en la novela Cuerpos y almas?, ¿quién lee hoy Zhivago o los poemas de Pasternak, fuera de los escritores de verdad que saben por donde siguen yendo los tiros de la literatura?

[Volver a Faulkner]



Me temo que hay escritores, incluso entre los que ya no son tan jóvenes -los de más o menos cincuenta años que se creen que siguen siendo jóvenes-, que no saben nada de estas “literaturas populares” que nos informaron y formaron a nosotros, los últimos mohicanos de la literatura, y nos dieron la base suficiente para poseer, al fin, una idea y una concepción de la literatura con capacidad para personalizar el canon necesario.



Hablo de base con cierto escarnio para quienes, creyéndose escritores, no la tienen, y escriben y publican como el que va a jugar todas las noches al casino: a ver si la suerte lo acompaña y el mercado le regala el campanazo de la fama de best-seller y el dinero que eso conlleva. Una manera de venderle el alma al diablo como otra cualquiera.



Tengo para mí que, al menos mi generación de escritores, no se equivocó al buscar y encontrar en las “literaturas populares” y aquellas colecciones de antaño dirigidas por visionarios intelectuales, el camino real de la literatura: la lectura, la magnífica y bendita costumbre de la lectura.

[La condición humana de los escritores]



Esa manía de leer la encontré yo sobre los catorce años, durante una Semana Santa muy griposa, leyendo una novela que creía que era de aventuras, una novela que me abrió el camino de la literatura sin que apenas me diera cuenta.



Fue escrita por Henrik Sienkiewicz, escritor polaco que recibió el Nobel de Literatura (ni siquiera me di cuenta cuando lo leí) en 1905. Sí, ya sé que hoy es un ilustre desconocido al que ya no lee nadie (tampoco al necesario Blasco Ibáñez), pero, para que algunos se acuerden por la película del mismo nombre que su novela, escribió “Que vadis?”, una gran novela de entonces y todavía, que nada menos…