Dorothy Parker

Se cumplen 50 años del fallecimiento de Dorothy Parker, la escritora neoyorquina por antonomasia, la primera mujer en contar, con ironía y refinamiento, la vida de esa ciudad que se iba convirtiendo en la capital del mundo. Lourdes Ventura recuerda la figura de una de las plumas más afiladas de Vanity Fair y The New Yorker, cuyo ingenio, sarcasmo y humor cáustico no perdonaban a nada ni a nadie.

El siete de junio de 1967, la escritora Dorothy Parker fue hallada sin vida en su habitación del Hotel Volney, en el número 23 de la calle Setenta y cuatro Este, en Nueva York. Tenía setenta y tres años y en los últimos tiempos vivía sola y enferma, recluida con su perro, sin apenas visitas, perdiendo por los cajones cheques de diez mil dólares y recurriendo a sus últimos amigos, convencida de que no tenía dinero para comer o comprar una botella de whisky.



En la necrológica del New York Times, firmada por Alden Whitman, especialista en obituarios, se podía leer: "Dorothy Parker, la irónica humorista que repartió su ingenio en conversaciones, relatos, poemas y críticas, murió ayer de un ataque al corazón en su suite del Hotel Volney (...) Tanto en sus escritos como en persona, la señorita Parker brillaba con una palabra o una frase, pues esmerilaba su humor hasta dejarlo reducido a su tamaño más económico". Se hablaba después de su "ingenio, aguzado como un estoque", y se observaba que adquirió renombre "por su pertenencia a la Tabla Redonda del Algonquin, grupo informal que se reunía a comer en el Hotel Algonquin en la década de 1920".



A los cincuenta años de la muerte de Dorothy Parker (New Jersey 1893-Nueva York, 1967), es el momento de matizar algunas cosas. El "ingenio" , se ha convertido simple y llanamente en "el genio" de una escritora con el don de ver lo cómico en las tragedias más amargas, como escribió Somerset Maugham. Ahora que Maugham se ha quedado anticuado, la "irónica humorista" es hoy considerada una de las más mordaces escritoras de short stories de los Estados Unidos. Basta con leer cualquiera de sus relatos de mediados de los años 20 en adelante para descubrir a la autora que, con la máxima síntesis y agudeza, mostraba una sociedad contradictoria tratando de recomponerse entre la euforia, libertad y restricciones, tras la guerra de 1914-18.



En cuanto a la famosa Tabla Redonda del Hotel Algonquin, ninguno de sus miembros, salvo Dorothy Parker, alcanzó la medida que impone el paso del tiempo. Aquel puñado de periodistas, dramaturgos, editores y algún conocido actor, se dedicaba a la crítica teatral, literaria y, sobre todo, a ir a fiestas y a despellejar a la nueva aristocracia neoyorquina del dinero surgida tras la guerra. Los del Algonquin entretenían con su talento a los jóvenes de la alta sociedad que iban al Jack and Charlie's, y los periodistas asistían a las glamourosas fiestas de Long Island.



En ese ambiente, saltándose la Ley seca en bares clandestinos, Dorothy Parker encarnaba a la mujer moderna neoyorquina, sofisticada y salvaje a la vez. Quienes no la conocían pensaban que llevaba una vida de lujos y diversiones, rodeada de gente de talento. Pero también hubo una boda en 1917, con un mediocre señor Parker, alistado enseguida con destino a Francia; cuando regresó de la guerra, tres años más tarde, Dorothy se había hecho famosa en Vanity Fair y Vogue y era la estrella de las tertulias del Algonquin. Aquello no funcionó. "Me casé con él para cambiarme el apellido", solía decir, ya que su apellido de soltera era el judío Rothschild, no precisamente de la rama de los millonarios.



En 1925, Harold Ross fundó la revista de Manhattan por excelencia: The New Yorker. Una publicación "inteligente y esnob" como quería el editor. Los suscriptores del New Yorker, lo primero que leían era el texto de Dorothy Parker.



Hacia 1929, cuando publica Una rubia imponente en Bookman Magazine y recibe el Premio O. Henry al mejor relato del año, ya ha desarrollado un estilo aquilatado y preciso, lleno de cráteres que se abren en la superficie de las historias. Lo que llamaron ingenio, visto hoy es una mirada sutil, vitriólica y consciente de la desesperación más subterránea de los seres. En sus relatos siempre hay una mujer feliz que se desmorona, un hombre aburrido que desea desaparecer, una mantenida que desenmascara brutalmente a su estúpido amante, una esposa que se prepara despacio para un marido soldado que lleva mucha prisa, o una novia fulminada por el silencio de un teléfono que nunca suena.



En las casas convencionales, aparecen los demonios del tedio; en los diálogos, se traslucen las voces de cadáveres vivientes. Nos iba a hacer reír, pero nos hiela la sonrisa.



La brillante Dorothy, era admirada por todos, pero ya había tenido un intento de suicidio al principio de la década de los 20. Bajo su ironía y su desafío, se ocultaba, como ella misma dijo, la muchachita judía que se quedó huérfana demasiado pronto. Esa solapada mirada sobre la soledad de los seres, configuró también sus posicionamientos políticos. En los años 30 llegó a ser muy rica, se casó con el actor y guionista Alan Campbell y juntos se trasladaron a Hollywood donde tuvieron gran éxito con sus guiones.



Basta con leer su relato Soldados de la República, situado en plena Guerra Civil, para percibir la profundidad de su compromiso con los republicanos españoles. Escribió para el periódico izquierdista The New Masses, y viajó a España para cubrir la guerra desde el bando republicano. Recaudó fondos para los exiliados españoles, pronunció discursos en nombre de la Liga antinazi, y naturalmente, engrosó las listas de "rojos" que llegarían al Comité de Actividades Antiamericanas.



Después de su cremación, sus restos quedaron 17 años sin ser reclamados. Curioso, para una mujer de talento que quiso poner en su epitafio: "Disculpen por el polvo".