César Vallejo.

César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892-París, 1938) abandonó su país natal en 1923 para vivir en Europa hasta su muerte. En el viejo continente se ganó la vida como periodista mientras desarrollaba en paralelo su faceta literaria. Ahora, por primera vez en España, se compilan las crónicas que el poeta y narrador peruano escribió en esos años desde París y Madrid, donde residió, y durante sus viajes a Rusia y otros países del Este. Esta obra periodística, publicada entonces en los diarios más importantes de Perú, como El Comercio, Mundial, Norte o Bolívar, se recoge en el volumen Desde Europa.



La editorial EDA ha contado con el miembro de la Academia Peruana de la Lengua Jorge Puccinelli para elaborar esta edición, calco de la que ya hizo en 1987. Este conjunto de crónicas son una herramienta indispensable para entender el contexto en que desarrolló su obra poética y narrativa -así como ensayística y teatral-, y muestra la evolución ideológica y literaria de un autor con un marcado compromiso social -como demostró en su novela indigenista Tungsteno (1931) y considerado uno de los grandes renovadores de la poesía del siglo XX, con poemarios universales como Los heraldos negros (1918) o Poemas Humanos (1939).



A continuación publicamos dos crónicas recopiladas en Desde Europa. En la primera, escrita en febrero de 1937, reflexiona sobre el papel de los intelectuales en la Guerra Civil Española y en la segunda retrata la figura de Picasso, a quien conoció en París en 1927.




LAS GRANDES LECCIONES CULTURALES DE LA GUERRA ESPAÑOLA

París, febrero de 1937



Sin duda, no es de lo que digan o hagan los intelectuales que nunca ha dependido del giro de la política, cuyos profundos basamentos sociales la ponen más bien en manos de los bancos, latifundios y carteles industriales, es decir, en las manos de los cavernícolas y beocios -enemigos naturales y jurados de la inteligencia- de todo los tiempos. Inútil es que los enciclopedistas se insurjan blasfemen contra la sociedad medieval: la reyecía, el clero y la nobleza disponen aún de un siglo para chupar la sangre de las masas. Los apóstrofes de Hugo no pesarán en nada en el ánimo de Thiers, para aplacar o, al menos, suavizar la feroz represión de la Comuna. Por sobre la cabeza de Pushkin, de Gogol, de Dostoiewsky y Tolstoi, los aparatos zaristas de tortura funcionan normalmente, sin tropiezo. El acto de profesión de fe comunista de André Gide no ha sido, desde luego, tomado en cuenta en lo menor a la hora en que Laval se confabulaba con Mussolini para facilitarle la conquista de Etiopía o a la hora en que Blum reconocía, disfrazadamente, esta conquista. Y el día en que Ortega y Gasset, Benavente, Marañón, Menéndez Pidal, Machado, unidos en un solo clamor de libertad, defendían la República en España, Franco, Hitler y Mussolini ordenan el asesinato de miles de mujeres y de niños en las calles de Irún, Badajoz y de Madrid. El fenómeno es siempre idéntico.



No nos hagamos ilusiones. Escritores hay de izquierda que, cerrando los ojos a la experiencia y a la realidad, superestiman la influencia política inmediata del intelectual, atribuyendo a sus menores actos públicos una repercusión que no tienen. Hoy más que nunca, la mecánica social fundada en el triunfo de la técnica industrial, funciona completamente de espaldas al consenso del espíritu, personificado por el artista, el escritor o el sabio. Alguien ha dicho, a este propósito, que asistimos al imperio absoluto de la barbarie sobre la cultura, citando, entre otros casos, el de la persecución de que son objeto Einstein, Mann, Renn, Ludwig, Reinhart, por parte de los dictadores de Berlín. Con la diferencia -se dirá- de que en los países democráticos no ocurre lo mismo. Lo cual es discutible, si nos atenemos a los dos ejemplos siguientes: la Academia Francesa pidió al gobierno Laval dejase manos libres a Italia para invadir Etiopía, y Laval así lo hizo; en cambio, posteriormente Romain Rolland, Langevin, Rivet, Gide, piden al Gobierno del Front Populaire no dejen manos libres a Italia y a Alemania para invadir España, y el excelente Blum las deja hacer. ¿Qué quiere decir todo esto? Precisamente que tanto en el caso de Etiopía como en el de España, la política francesa, obrando como ha obrado, antes de seguir las inspiraciones de los intelectuales, ha seguido los dictados de las oligarquías financieras imperantes. La realidad no es otra. Sólo que lo único que varía, de Alemania a Francia, es la manera, que allá es brutal y terrorista, mientras que aquí es indirecta, respetuosa de la forma.



Mas los fueros del pensamiento tienen su revancha. Si la protesta en comicio y de viva voz, si el ademán viviente, en carne viva, de combate, se estrellan, en la realidad, contra los poderes económicos coaligados, la inflexión intemporal de la idea contenida en un discurso, en un artículo del día, en un mensaje o manifiesto, es petardo que se hunde en las entrañas profundas del pueblo, para estallar, en cosecha segura, incontrastable, el día menos pensado. Es pensando y construyendo, sin esperar milagros inmediatos fulminantes de su obra sobre la actualidad, y sí dotándola del máximum de fuerza y derechura espirituales necesarias a la interpretación social de los problemas de la hora, cómo Rousseau, Hugo, Pushkin, Dostoiewsky, logran influir y encauzar el proceso ulterior de la historia. Y es que lo que importa, sobre todo al intelectual, es traducir las aspiraciones populares del modo más auténtico y directo, cuidándose menos del efecto inmediato (no digo demagógico) de sus actos, más de su resonancia y e?cacia en la dialéctica social, ya que ésta se burla, a la postre, de toda suerte de vallas, incluso las económicas, cuando un "salto" social está maduro.



Pero hay más. Hasta puede el intelectual abstenerse de insurgirse -que no de darse cuenta de las ignominias sociales circundantes- por actos prácticos, tangibles, contra estas ignominias, si, de preferencia, crea una obra que, por su materia y el juego esencial de sus resortes humanos, lleva en su seno semillas y fermentos intrínsecamente revolucionarios. Tal Shakespeare, Goethe, Balzac, Miguel Ángel y otros. Inútil es decir que, cuando la conduca pública del intelectual contiene, a la vez que el gesto, vivido y viviente, de protesta y de combate, un grado máximo de irradiación ideológica, el caso alcanza los caracteres de un verdadero arquetipo de lo que debe ser el hombre de pensamiento.



En esto hemos pensado, oyendo, en un meeting de París, la palabra de los grandes escritores republicanos españoles Rafael Alberti, José Bergamín, María Teresa León y Max Aub. Ejemplos de este tipo de intelectual perfecto al que acabamos de aludir, ellos y otros eminentes colegas, como Ramón Sender, Serrano Plaja, Cernuda, luchan de un lado, en las mismas trincheras de Madrid y, de otro, traducen, y ¡con qué entrañable fuego! ¡con qué lealtad histórica! ¡con qué visión social de nuestra época! todo ese palpitante, humano y universal desgarrón español en el que el mundo se inclina a mirarse, como en un espejo, sobrecogido, a un tiempo, de estupor, de pasión y de esperanza. Y hemos pensado, oyéndolos, que, entre otros bienes que nos traerá el triunfo del pueblo español contra el fascismo, será el de demostrar a los intelectuales de los demás países que si crear, en el silencio y recogimiento de un despacho, una obra intrínsecamente revolucionaria, es una cosa bella y trascendente, lo es aún más crearla en medio del fragor de una batalla, extrayéndola de los pliegues más hondos y calientes de la vida.



(Repertorio Americano N° 796, San José, Costa Rica, 27 de marzo de 1937)

PICASSO O LA CUCAÑA DEL HÉROE

París, abril de 1927



Antes de conocer personalmente a Picasso, se me había noticiado tratarse de un traficante en Camelot, seductor de incautos, habilidad miriápoda para todas las cucañas. Jean Cocteau me había dicho, persignándose:



-Un ruso apareció un día ahorcado en su atelier de Montmartre...



Decrefft me refería, en tanto cincelaba en granito mi cabeza:



-Picasso debe muchas muertes.



Hace pocas semanas Francisco Carco:



-Picasso antes que todo, se trata de sobremesa con los más ilustres apaches de mis novelas. M. Fortunat Strowski, Profesor de Literatura Polaca en la Sorbona, puede atestiguarlo...



Por otro lado, conocía yo dos o tres fotografías del hombre, tales como las que aparecen en los estudios que sobre el jefe del cubismo han publicado Pierre Reverdy, Maurice Raynal y Jean Cocteau, donde el ala insultante del cabello, venida de su cuenta sobre la frente, no es ala buena: por Maurice Barrés y por la mecha del testuz del toro sirio. Ya don Ramón María del Valle Inclán, Marqués de Bradomín y coronel general de los ejércitos de tierras calientes, al salir de casa de Barrés, exclamaba: "Parece un cuervo mojado..." Y todo, por esa ala insultante de cabello.



Decrefft me ha presentado luego a Picasso, a la salida de la galería Rosenberg, donde el artista acaba de hacer una pequeña exposición de sus telas. Picasso iba con su mujer, una rusa fatal y monoplana, bailarina que baila todavía, con quien casó en Italia, a raíz de la primera representación de Parade, obra decorada por Picasso y jugada por el grupo de artistas de que formaba parte la fina danzarina. Picasso, cuando le vi, llevaba hongo y su cara, un poco cínica y otro poco apretada en pascalianas fricciones de domador de circo, pulcramente rasurada, me hizo doler el corazón. ¿Por qué? ¿Por su estriado gesto de saltimbanqui trágico? ¿Por sus pómulos de héroe, que han tenido que ver de costado el sueño de sus vastas retinas? Al descubrirse, apareció el ala de cabello, como pegada a la frente. Se alejó de nosotros la pareja, el pintor y la bailarina, sonriendo, haciendo cortesía, medianas ambas tallas, acaso pequeñas, ella de azul y adarme al ristre y él muy de prisa, con su andar de negociante en leña, que olvidó su cartera en el telégrafo.



Pero Picasso ha sacado de la nada, como en la creación católica del mundo, los mejores dibujos que artista alguno haya trazado en el mundo. El valor de ellos, su encanto inmarcesible, vienen de su simplicidad calofriante. Picasso dibuja con un pulso tan torpe y tan trémulo de candor, que sus curvas parecen líneas hechas por un absurdo niño, en perfectos ejercicios escolares. Hasta Picasso no existió la línea curva. Él quebrantó la recta, por la vez primera. Y en ese quebranto reposa el gozne funcional y arlequinesco de su estética.



Múltiple, clásico, soviético, romántico, pagano, "primitivo, moderno, sencillo y complicado". Picasso decía allá en sus años de hipos en la cuerda, en sus match sudorosos de incipiente: "Respetable público, cuando una tela no alcanza para el trazo de un retrato, hay que pintar las piernas aparte, al lado del cuerpo... He dicho, señores".



Quien ha creado obra tan multánime e imperecedera, está en libertad de vivir, si le place, sentado en la propia nariz de Minerva, haciéndola chillar en ágoras y mercados. El genio tuvo siempre cogida por el rabo a la moral.



(Variedades, N° 1.003, 21 de mayo de 1927)