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A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

Poeta en Varadero

Un instante antes de morir, el poeta cubano exiliado se acordó de aquella noche en Varadero, de ella y de sus viejos amigos poetas y borrachos

12 agosto, 2020 10:19

El poeta había estado en Europa un mes. Negociaba "canjes razonables para el socialismo", como él comentaba con sorna. En este caso, bidés alemanes por caramelos cubanos. En su ausencia, los viejos amigos de francachela y discusiones literarias y políticas debatían sobre el poeta: ¿se quedaría esta vez en Europa, fuera ya de la Revolución? El poeta era inestable e iracundo. Era también muy divertido y hablador a la hora del trago, de la seducción y del sexo. Tenía amigos, y enemigos, en todos lados. ¿Se quedaría esta vez? Sus viejos amigos apostaron. Casi todos dijeron que se quedaría. Primero elegiría España. O Francia. Y después se iría, como todos o casi todos, a los Estados Unidos, o a Nueva York o a Miami. No tendría otra salida que dar clases en alguna universidad, comentaron. El poeta sabía mucha literatura y sabía hacerla, pero lo que le gustaba era discutir de política: llevar la contraria a los imbéciles, como él decía. "¡Hay tantos...!", se quejaba con frecuencia.

Ahí estaban esa vez los viejos amigos: viendo caer el sol del día en Varadero, el día que el poeta tenía señalado su regreso a La Habana. Ella era la única que había apostado por su regreso, frente a todos los viejos amigos: nosotros lo conocemos mejor, decían convencidos. Pero ella confirmó en la apuesta final que el poeta regresaría. Antes de caer la noche vieron llegar un coche oficial. Vieron bajarse al poeta. Sonriente. Como siempre. Saludando con la mano derecha abierta al viento salado de la playa. Ahí estaba también el poeta, otra vez, de nuevo. Todos se pusieron a gritar, se levantaron de la arena y le cantaron una bienvenida. Parecían alegres por haber perdido la apuesta. Sólo ella permaneció en silencio, sin cantar, sus ojos fijos en cómo el poeta, sin quitarse los zapatos, caminaba sobre la arena blanca hasta llegar al lugar donde sus amigos habían estado bebiendo todo el día. El poeta los abrazó a todos. Uno a uno, sin ninguna reserva. Ella seguía mirándolo con devoción. "He apostado por que volverías. Muchas gracias por hacerme ganar", le dijo ella sonriendo mientras la abrazaba con amistad. "Yo sabía que no nos podías hacer eso", añadió. El poeta sonrió: como si se regocijara. Y se regocijaba, se divertía, incluso se podría ver una alegría contenida en su rostro por haberlos derrotado a todos menos a ella. Una rara demostración de cariño encubierto: de deseo de amor. 

Bebieron entonces los amigos viejos, los borrachos cantaron sus poemas, los que habían bebido menos aplaudían y cantaban: ella seguía mirando con amor al poeta. Su mirada lúcida indicaba un deseo que no podía esperar a otro día. Algunas otras mujeres se daban cuenta. Se divertían con el encuentro de las miradas del poeta, que no dejaba de beber tragos de ron y cantar a la luna como un perro desquiciado, y ella, aquella mujer casada con un relevante dirigente de la nomenklatura. Sí, el poeta también estaba casado, pero le gustaba el teatro de la seducción, ser el centro en el escenario y que los focos de la atención de sus viejos amigos estuvieran todos pendientes. Entonces ella se levantó y dijo: "Voy a ducharme". Y caminó lentamente hasta la casa de playa que les había prestado el gobierno para su libre diversión y esparcimiento. Ya había oscurecido y la brisa era una caricia agradable después del caluroso día lleno de arena, sal y sol. Cinco minutos más tarde, el poeta, que había seguido con su mirada el camino de ella, se levantó también y caminó hacia la casa. Las mujeres del grupo supieron lo que iba a ocurrir en aquella casa. O lo imaginaron. Los hombres que conocían al poeta sabían desde el principio que eso iba a ocurrir. O lo sospechaban con vehemencia.

Ella y el poeta hicieron el amor como locos bajo la ducha de agua fría de la casa de la playa. Primero en silencio, después gritando con el placer pasional del pecado. Los gritos no llegaban al grupo, pero ellos dos, abrazados a golpes de pasión, creían que sus imprecaciones de amor llegaban a La Habana y más allá, incluso a Moscú.

Ahí empezó la caída del poeta. Ese mismo día comenzó a resbalarse dentro del proceso: como si todo el mundo en Cuba se hubiera enterado del pecado. ¡Haberse acostado delante de sus amigos con la honesta mujer de un alto dirigente del gobierno, un intocable de la nomenklatura! Después estaban sus últimos poemas: inaguantables, contra la revolución, contra los dirigentes. Poemas sarcásticos, intolerables en aquel sistema dictatorial de carencias que luchaba por abrirse camino en el mundo, por crear un hombre nuevo muy distinto que el que quedaba atrás. Y el poeta se estaba quedando atrás. Demostraba con su actitud y sus poemas que buscaba quedarse atrás por voluntad propia. Eso es lo que quería el poeta: enfrentarse y bajarse de aquel proceso glorioso. Y lo primero que había hecho es quitarle la mujer a uno de los dioses de ese mismo glorioso proceso. Y, después, la mala educación de un niño: esos malos poemas que se burlaban de los esfuerzos y sacrificios del poder absoluto.

Bastantes años después, el poeta, después de pasar tremendo juicio, pudo salir de Cuba. Y se exilió en Estados Unidos. Murió en Georgia, solo, en su pequeño departamento. La televisión seguía encendida cuando lo descubrieron muerto en el sillón, tres días más tarde de morir, los mismos que había faltado a clase. Un instante antes del último aire que salió de su cuerpo, el poeta se acordó de Varadero, de ella, de sus viejos amigos poetas y borrachos. Y sonrió.

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