A la intemperie por J.J. Armas Marcelo

La vida sin dueño

4 abril, 2017 09:33
Fernando de Szyszlo

Fernando de Szyszlo

Este jueves presentaremos, en el Instituto Cervantes de París, La vida sin dueño, las memorias del artista Fernando de Szyszlo. Digo artista, y no digo pintor, en el sentido en que lo utilizaba Pablo Picasso, que los diferenciaba con toda claridad: "Un pintor es aquel", decía, "que pinta lo que vende; sin embargo, un artista vende lo que pinta". Por la artística pintura de Szyszlo corre el siglo XX entero y lo que va de XXI. Estuvo en todas las guerras, desde París a Nueva York, y de todas salió indemne. Con heridas en la memoria y con la lucidez de los hombres libres. De ahí La vida sin dueño, que ya presenté en un diálogo con el artista en el Hay Festival de Cartagena de Indias, a finales de enero pasado.

Conocí a Fernando de Szyzslo en mi primer viaje al Perú, en julio de 1976, cuando el artista estaba casado todavía con la gran poeta Blanca Varela. Los amigos íntimos del artista lo llamamos Gody (o Godi), palabra que, según consta en el texto de sus memorias, es la primera que pronunció en su vida. Pero a Szyszlo no le gusta que lo llamen así, sino Fernando, "que es mi verdadero nombre", como escribe en La vida sin dueño. Siempre que lo veo, me lo imagino en el París de los 50 discutiendo sin parar y lleno de pasión con Jean-Paul Sartre, el palabrero vendedor de humo, y su mujer, Simone de Beauvoir. Lo imagino en el estudio de Picasso con Óscar Domínguez, de quien fue un gran amigo. Lo veo caminando por París cuando "éramos muy pobres", la ciudad que más ama en su vida sin dueño. "Y ahora que me lo puedo permitir", me dijo hace nada lleno de nostalgia, "en lugar de irme a vivir a París, vivo en Lima porque quiero". Lima está presente en todas las páginas de La vida sin dueño, como algo más que una ciudad y un lugar en el mundo. Como un mundo, un universo donde el artista sigue hoy, a sus 91 años, descubriendo el firmamento en sus murales rojos, grises y de otro color que no tiene nombre de color: sus raíces, la memoria de los ancestros peruanos, los incas, la lengua quechua en algún rincón del lienzo. Seis horas diarias en la vida sin dueño, a estas alturas. "Si no pinto, me muero", me dijo en su casa de San Isidro, en Lima, hace unos días, mientras me mostraba, dentro de su estudio, las cuatro esculturas monumentales que prepara para la Ciudad de México.

La vida sin dueño no es sólo un libro de memorias. Es un libro, en sustancia, de amor. De amor a la vida, de amor al amor, de amor a la pintura, de amor al arte, de amor a la libertad. Un libro, un texto, un juego de amores, de amores libres que escogieron desde el principio el camino de la vida libre, sin dueño, jugándosela a una sola carta, sin trampa y sin bifurcaciones, solo en el bosque tras atravesar el jardín de la infancia y, en lugar de quedarse varado en Lima, marchó a París a enfrentarse con el mundo, a discutir con sus pares, a convencerse de que la voluntad de hierro hace los criterios, que los criterios y el esfuerzo hacen al artista y que, finalmente, el artista prevalecerá sobre la indiferencia de los demás, sobre la indolencia social y la pereza personal. Szyszlo, en esos años de París, se hizo muy amigo de Octavio Paz, a quien visitó por última vez en su casa de México cuando el poeta mexicano estaba ya en las postrimerías, enfermo de cáncer y soñando con la biblioteca que se le había quemado, un tiempo antes, en un incendio en su departamento del Paseo de la Reforma, en Ciudad de México.

Estuve hace unos días en la formidable casa del pintor, en el barrio de San Isidro, en Lima, en una cena de amigos íntimos: Vargas Llosa y su mujer, Isabel Preysler; Álvaro Vargas Llosa y Susana, su mujer; Alonso Cueto y su mujer, Kristin; Juan Arenas y su mujer, Bárbara Pan; y Javier Bergareche y su mujer, Rosario Mendoza. Quedamos todos asombrados de la casa del pintor, llena de obras de arte y cargadas sus paredes de fotografías que marcan el tiempo del artista en cualquier parte del mundo y con personalidades de primera dimensión. Los cuadros que el pintor tiene colgados en su casa son de los amigos que ayer lo acompañaron en la lucha por la vida sin dueño, pero los que a mí más me gustan son los suyos, enormes y fantásticos lienzos inventados desde el amor que destila por la plástica el artista Fernando de Szyszlo. "Si no pinto, me muero", repite cada vez que puede. Pero lo que ha pintado el artista actualmente más cotizado de América Latina, como su propio nombre y como su vida. Una vida en la que el único dueño ha sido él, Szyzslo, el capitán de su alma.

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