David Teniers: El archiduque Leopoldo, 1647-51

Museo del Prado. Paseo del Prado, s/n. Madrid. Hasta el 19 de febrero.

Sí, es una selección de obras de la colección propia del museo (con añadidos), que rescata obras almacenadas o depositadas aquí y allá. Pero atiendan a su propósito, que es el de hacernos conocer "cómo se ha organizado la convivencia con las imágenes y se ha expresado el concepto de arte" desde la Edad Media hasta el siglo XIX, y comprenderán que se trata de una exposición realmente ambiciosa en su médula, que huye de los argumentos fáciles y de los artistas vendentradas -algunos hay aquí, y así lo hace notar la valla publicitaria en el exterior, mas también hay mucho nombre oscuro-, muy alejada de otras revisiones más superficiales de los fondos propios, como La belleza encerrada (2013). Javier Portús, jefe del Área de Conservación de Pintura Española, lo sabe todo sobre los temas que trata la muestra y podría decirse que ha estado preparándola a lo largo de toda su vida como historiador. Ha comisariado para el Prado diversas exposiciones sobre Murillo, Ribera o Velázquez, o aquella estupenda sobre la Sala Reservada, mientras que sus investigaciones se han centrado en la cultura visual del Siglo de Oro español, incidiendo en los usos sociales de las imágenes y en las relaciones entre literatura y pintura. Y hay un paralelismo entre ambas esferas creativas que está en el origen de la exposición: en ellas, las dos obras clave y más innovadoras del momento (unas décadas las separan), El Quijote y Las Meninas, son metanovela y metapintura, autoanálisis y voladura de las letras y las artes.



Sin desmerecer los éxitos recientes (Ingres, Georges de la Tour, El Bosco), habría que retroceder en la programación expositiva del Prado hasta Las Furias para encontrar una ocasión comparable de ahondar en la significación histórica de las imágenes artísticas. Incluso los familiarizados con la historia del arte se sorprenderán ante la cantidad y variedad de temas iconográficos a través de los cuales los artistas han querido expresar el poder -sobrenatural o terrenal- contenido en las imágenes. En la primera mitad de la exposición se exploran los orígenes de tal potencial, de raíz antropológica y mágica, a través de pinturas ejecutadas en los cielos, esculturas que cobran vida, ídolos paganos poseídos por los demonios, vírgenes que lo mismo hacen de modelo que de marchante, retratos que amansan terremotos...



Esta gran exposición de ideas mayores nos ayuda a entender por qué todavía sentimos que hay algo vivo en el arte

Ya en esas salas encontramos la configuración básica que, con sus variantes compositivas y sus diversas implicaciones, se irá sondeando: la representación de la representación, o en acotación de Julián Gállego, a quien abiertamente se homenajea, "el cuadro dentro del cuadro". A ella se dedica una sala, y otra a los juegos de ilusionismo en los límites entre el espacio real y el fingido, en el borde, en el marco, que da paso a la sección nuclear de la muestra, con mayor espesor conceptual, en la que se dibuja con cuatro trazos bien dados la genealogía de la gran pintura europea -corazón de la colección real, pilar del Prado- que emparenta a Tiziano, Rubens y Velázquez. Desde ellos, la metapintura no sólo sirve para reclamar un más elevado estatus social para el artista sino que pone de manifiesto esos trascendentales vínculos entre artistas y reelaboraciones de obras que tienen como gran paradigma Las hilanderas de Velázquez, donde, además, la polisémica fábula de Atenea y la tejedora Aracné condensa la memoria de conflicto y peligro pero también heroicidad, orgullo y prestigio que habían atravesado los creadores de imágenes hasta llegar allí.



¿Son temas de los artistas para los artistas? Desde luego. Mas fueron igualmente, sobre todo en sus formas religiosas, muy populares, dado el peso que tuvieron las imágenes no sólo en el culto sino en la vida cotidiana. Tras unas salas pertinentes pero más convencionales con autorretratos y retratos de artistas y otra sobre los espacios en los que se producía y se exhibía el arte, la exposición se desfleca en breves capítulos en los que podemos perder el hilo. En el tramo final es revelador el papel de Goya en el derribo de los iconos cristianos, y la consideración de la propia figura y el entorno más inmediato como lugar en el que el arte sucede. Es un prólogo a la autorreferencialidad del arte contemporáneo, que ha prolongado por múltiples caminos la tradición de la metapintura, abandonada aquí en el momento en que se crea el propio Museo del Prado. Y, verdaderamente, esta gran exposición que no es de obras mayores -aunque las haya- sino de ideas mayores, nos ayudará a atravesar mejor las capas acumuladas sobre cada obra del museo y a entender por qué todavía sentimos que hay algo vivo en ellas. A la salida, no olviden subir a la planta primera para hincar la rodilla ante Las Meninas, que, aunque no in corpore, preside la muestra.



@ElenaVozmediano