Gran Odalisca, 1814 (Museo del Louvre, París)

Sin duda será una de las exposiciones del año. El Museo del Prado, en colaboración con el Louvre, dedica la primera monográfica en nuestro país a Dominique Ingres, un artista fundamental para las revoluciones artísticas de finales del siglo XIX y principios del XX. A partir del próximo martes veremos en el edificio de los Jerónimos hasta 70 de sus obras, todas procedentes de las mejores pinacotecas del mundo, del Metropolitan de Nueva York a la National Gallery de Londres pasando por el Museo de Bellas Artes de París. Un recorrido excepcional donde no falta la Gran Odalisca.

Entre 1905 y 1906, Pablo Picasso pintó un retrato extraordinario de la escritora estadounidense Gertrude Stein, su amiga, su mecenas y su futura hagiógrafa. Era extraordinario porque con él sucedería lo contrario de lo que tenía que ocurrir con cualquier retrato: ya no tenía que parecerse a la retratada, sino que era la representada la que terminaría por asemejarse a esa mujer extraña que Picasso había pintado sobre el lienzo, una mujer con algo de montaña y que estaba enmascarada, parecería. Picasso mismo ya se lo había advertido a alguien que había criticado el retrato: no se parece pero "lo hará". Y esa Stein que posó para Picasso en más de 90 ocasiones, acabó siendo la misma que la del cuadro, como si una de esas novelas góticas de retrato encantado se hubiese hecho realidad.



Gertrude Stein adquirió los rasgos de una cabeza ibérica, eso era lo que hacía que pareciera que llevaba una máscara, y tomó posesión del cuerpo de Monsieur Bertin, ese "buda de la burguesía", como lo llamaba Manet, que Jean-Auguste-Dominique Ingres (Montauban, 1780-París, 1867) pintó en 1832. Es uno de sus mejores retratos, instalado habitualmente en el Museo del Louvre, y una de las obras importantes de la gran exposición que el Museo del Prado consagra a este pintor esencial, la primera que se le dedica en España. En el de Picasso el rostro de Stein aparentaba haber sido pegado, adelantando la idea de collage, a ese cuerpo de Bertin que estaba en una posición algo vulgar o que, por el contrario -los críticos no se pusieron de acuerdo- transmitía la energía de su carácter y su dignidad. Picasso había llevado hasta el extremo las lecciones del maestro Ingres porque, igual que en retratos como el de Mademoiselle Rivière (1806) o Madame Devauçay (1807), algo no encajaba, aunque terminaría por hacerlo.



Si en Picasso el rostro se presentaba como si hubiese sido encolado a la representación del cuerpo, en Ingres los detalles de las caras de las retratadas se podrían haber dibujado sobre un papel cebolla que se superpone al óvalo del rostro

Ingres no fue una figura imprescindible únicamente en el siglo XIX, sino también en el XX

simulando volumen, rompiendo las leyes tradicionales de la perspectiva y fragmentando la mirada, lo que provocaba que el espectador tuviera que volver sobre el cuadro al menos dos veces para comprender lo que estaba sucediendo allí. Es una sensación que se acrecienta aún más por la comprensión del espacio que caracteriza casi todos los retratos de Ingres, un espacio que se llena con las figuras que contiene y que a veces parecen rebosar la frontera del marco, subrayando lo que la pintura tiene siempre de abstracción y evidenciando que aquello que se ve es una representación.



Todo esto, es algo que ya había anticipado Jacques-Louis David, el pintor de la Revolución francesa y profesor de Ingres, en su profético El juramento de los Horacios (1784), considerado por algunos el primer cuadro contemporáneo por esta cualidad de pintura pura, una pintura en la que chocaban el punto de fuga de la ventana albertiana que venía del Renacimiento italiano y la colocación en friso de los personajes masculinos, dos de los sistemas de representación del espacio que se han dado en el arte occidental y que aquí se anulaban uno a otro.



Retrato de Louis-François Bertin, 1841 (Museo del Louvre)

Es esta consciencia de lo pictórico como superficie y de las figuras como formas, lo que ha hecho de Ingres una figura fundamental en el desarrollo del arte contemporáneo. No fue sólo imprescindible en el siglo XIX, sino que lo ha sido también en el siglo XX, como se aprecia en el constante regreso a Ingres de Picasso: en ese retrato monumental de Gertrude Stein es muy obvio, pero también está en muchos otros de sus cuadros, los anteriores al período rosa, que revisan los desnudos de Ingres, o en la linealidad dibujística de las pinturas del malagueño de los últimos años diez y primeros veinte, años, en los que tras lo que se concibió como el caos de las primeras vanguardias, se pretendió imponer en París un retorno al orden cimentado en la historia del arte, por supuesto, francesa.



Hubiese resultado muy interesante ver cómo Picasso conversaba con Ingres en las salas del Museo de Prado, que los picassos de la colección del Kunstmuseum de Basilea que se mostraban en la galería central hasta hace muy poco se hubiesen quedado allí para recibir las obras de Ingres incluidas en la que es, sin duda, una de las grandes exposiciones del año. Una muestra que puede ayudar a explicar por qué algunos pintores españoles decimonónicos como Federico de Madrazo, que estudió con él, han sido tan mal comprendidos. Se trata de pintores a los que, seguramente, deberíamos buscar otra genealogía en la que se admitiera y pusiera en valor lo cursi, un concepto estético propio que nace en este momento y que en origen hablaba de la imitación extremada y degradada que venía de fuera, eso que hace que se admiren por originales los retratos de la Condesa de Haussonville (1845) o de la Madame de Moitessier (1851 y 1856) de Ingres, que vamos a ver en Madrid, y que provoca, sin embargo, el rechazo del de la Condesa de Vilches (1853) de Madrazo, considerado dependiente en exceso a pesar de que es prácticamente contemporáneo de los otros.



La de Ingres es una exposición que se ha hecho esperar, cambiando en varias ocasiones de fecha, porque reunir tantas obras y tan importantes no ha resultado en absoluto fácil, a pesar de contar con el apoyo del Museo del Louvre, en el que trabaja como director uno de los comisarios, Vincent Pomarède, y del Museo Ingres de Montauban. Esta monográfica ha sido, pues, un proyecto muy deseado, tanto como la propia pintura de Ingres pertenece al territorio del deseo,
La obsesión por la forma permite a Ingres escapa de cualquier etiqueta y le hace totalmente inclasificable
al deseo de pintar por pintar pero también al de otros deseos, como se hace evidente en las representaciones de harenes, ese lugar inventado en el siglo XIX que satisfacía lo que había sido reprimido, permitiendo que el espectador contemplara para siempre lo prohibido desde el umbral, controlándolo. Y es ahí donde su conocida Gran Odalisca (1814) encuentra su lugar en el Prado. Son cuadros en los que el cuerpo de la mujer, porque es siempre la misma, esclava de la pintura y también de la mirada, se repite hasta mil y una veces entrelazándose en un ir y venir de curvas sobre la superficie plana del lienzo, grandes odaliscas y bañistas de Valpinçon que se convierten en una excusa, como también lo son las ninfas transformadas en fuente o Ángelica antes de ser liberada por Ruggiero, de otras de sus pinturas famosas incluidas aquí.



Detalle de Ruggiero liberando a Angélica, 1819 (Museo del Louvre) y El sueño de Ossian, 1813 (Museo Ingres, Montauban)

En su obsesión por la forma y la pintura, Ingres se hace inclasificable, escapa de cualquier etiqueta, no se le puede catalogar. Aunque se le ha intentado incluir en algunas categorías, sucede como en sus retratos, siempre hay algo que no termina de encajar, que quiebra el relato canónico de la Historia del Arte. Se le ha llamado neoclasicista, pero, sin embargo, muchos de sus referentes van en contra de esa vuelta a la escultura grecolatina que definía el estilo de su maestro David, porque, aunque algunos de sus modelos tienen algo de marmóreo, detrás de esas referencias se esconde su admiración por los primitivos flamencos, en especial por Jan Van Eyck, como se intuye en la construcción espacial de Napoleón Bonaparte, primer cónsul (1804) o en la majestuosidad del Napoleón I en el trono imperial (1806), que tiene mucho del Dios padre del Políptico de Gante.



A Ingres también se le ha calificado de romántico, pero tampoco le acaba de cuadrar este adjetivo, a pesar de que algunos de sus temas sí lo fueran, como el del amor entre Paolo y Francesca (1819), que entraría en lo que se denominó "estilo trovador". Su frialdad clasicista, la precisión del contorno, su interés por el dibujo y la atención al detalle se oponen abiertamente a los presupuestos pictóricos de Eugène Delacroix, el que fue su gran rival mientras vivió, o a los cuadros oscuros, trágicos y sublimes de Théodore Géricault, obligando a aclarar que si Delacroix era "el romántico del color", Ingres lo era "de la línea".



Neoclásico y romántico, académico y vanguardista, tradicionalista y revolucionario, pares de opuestos que hacen que Ingres se mantenga tan enigmático como esa Esfinge en penumbra que protagonizó uno de sus lienzos de juventud.