Francisco Bayeu, El paseo de las delicias, 1978-85

Museo del Prado. Paseo del Prado s/n. MADRID. Hasta el 10 de noviembre.



Casi al final de la exposición, rodeada de un subyugante conjunto de obras de Goya, está la Maqueta en madera del edificio del Museo Nacional del Prado, cuya cartela nos aclara que se corresponde con el "tercer pensamiento" de Juan de Villanueva para su construcción. Es un museo dentro del museo, como si El Prado contuviese en sí un Prado de dimensiones menores, igualmente potente, que se identifica con el "pensamiento" que ha guiado a Manuela Mena, la comisaria, a concebir esta muestra: recorrer la misma historia del arte que relata el museo en sus numerosísimas salas, en un recorrido más breve y a través, exclusivamente, de las obras de pequeño formato que atesoran sus fondos. Acierta, pues, su director, Miguel Zugaza, cuando define la exposición como "un breviario del Prado".



Patrocinada por la Fundación BBVA, reúne cerca de 300 obras que piden una visita parsimoniosa y atenta, pero que en modo alguno se hace pesada, repetitiva o larga, sino todo lo contrario. Al concluir, sobrecoge al espectador con una mezcla de entusiasmo por continuar y cierto vértigo complacido ante la cantidad de descubrimientos y sorpresas que la exposición le proporciona. No me convence del todo el título, quizás fuese más acertado el de una belleza escondida y no encerrada, y creo que al montaje diseñado por Juan Alberto de Cubas le sobra algunos de los aparatos visuales que conectan unas salas con otras y que abre ángulos innecesarios de observación, pero éstas son cuestiones menores en comparación con lo que deslumbra recorrerla y comprobar la exactitud de los mecanismos que pone en marcha.



El hilo es fundamentalmente cronológico, extendiéndose las obras desde una versión de un original de Fidias de la Atenea Partenos desarmada del siglo segundo después de Cristo hasta una postal del retrato de la Mona Lisa de 1911 a la que acompañan pinturas del último cuarto del siglo XIX. Las diecisiete salas de ocupa la muestra abordan cada una un momento histórico concreto y una temática específicas, ya sea por el tratamiento de ciertos motivos, por las derivas contemporáneas de un género determinado o por el amplio abanico que puede abarcar un artista en solitario, como el antes citado Francisco de Goya, del que puede hacerse aquí una visita tan conmovedora y determinante como la que cabe efectuar en la colección permanente en el edificio adjunto.



Es, también, un recorrido de grandes nombres y figuras señeras en cada época que, en cierto sentido, emula con su brillantez la que emiten en el recorrido que podríamos llamar oficial, de modo que el Fra Angelico, Tiziano, Durero, El Greco, Rubens, Velázquez, Murillo, etc., resultan en esta exposición tan protagonistas e imprescindibles como en la colección del museo. Lo son por estas otras de reducidas dimensiones, gestadas por muy distintas razones históricamente cambiantes y que incluyen la inmediatez del apunte o los bocetos para obras mayores; todas aquellas que podríamos considerar de un modo u otro portátiles, tanto por razones laicas como religiosas; también las destinadas a un uso doméstico no palaciego, a una propiedad privada no ostentosa. Responden al capricho y la invención, a la imaginación progresivamente más libre del artista.



Como bien cuenta Manuela Mena en su texto del catálogo, son obras que persiguen, como Schönberg cuando anhelaba que sus pequeñas piezas para piano tuviesen la misma fuerza expresiva que una ópera de Wagner, tener "la concisión de un proverbio y la intensidad de una gran composición concentrada en una miniatura".



Un modo de disfrutarla es, sin duda, el seguimiento de esas miniaturas realizadas por los gigantes del arte. En este caso habría que enumerar medio centenar de estas pinturas, pues en cada capítulo compiten entre sí tres o cuatro de ellas. Sirva un solo ejemplo: una pared en la que cuelgan uno junto al otro El paso de la laguna Estigia, de Patinir, La extracción de la piedra de la locura, de El Bosco, y el Autorretrato de Durero, géneros y motivaciones diferentes, distintos tratamientos en una misma localización geográfica, y una genialidad parecida.



Cabe también la reunión de artistas que trabajaron juntos o compartieron época orientándose por caminos diversos, como el capítulo fascinante sobre Brueghel el Joven y Rubens, ambos colaboradores en el mismo taller, o la que reúne a Veronés y otros pintores venecianos con El Greco. No faltan tampoco las sorpresas particulares, como la exhibición de un modelo masculino articulado que se cree de mano de Durero. Otro ejemplo, a mis ojos aún más impactante, es poder contemplar juntos a un pintor holandés, Salomon Koninck, y un español, Zurbarán, con su impresionante Agnus Dei, modulando cada uno la luz de una manera, que obtiene otros tratamientos en las vanitas de Pieter Steenwijck y Jacques Linard, a los que acompañan los pájaros muertos de Herman van Vollenhoven y el gallo colgado de Gabriël Metsu. Un recinto sobre la transitoriedad de la vida, la melancolía del pensador y el sacrificio ritual cuyas complejidades sería muy difícil seguir en una lectura más canónica y menos imaginativa. Un logro.



Creo que es en sus Tres horas en El Museo del Prado donde Eugeni D'Ors confiesa que él, de salvar un solo cuadro del incendio de El Prado salvaría El Tránsito de la Virgen de Mantegna, que vemos aquí. Si la viese lo tendría mucho, mucho más difícil de dilucidar.