Image: Karin Sander, naturalezas vivas

Image: Karin Sander, naturalezas vivas

Exposiciones

Karin Sander, naturalezas vivas

Kitchen Pieces

13 mayo, 2016 02:00

Puerros, zanahorias y lechugas en la Galería Helga de Alvear

Galería Helga de Alvear. Dr. Fourquet, 12. Madrid. Hasta el 15 de junio. De 4.000 a 33.000€

Va a hacer un siglo desde que Duchamp presentara su ready-made más famoso, ese urinario que está considerado como una de las obras fundamentales de la historia del arte, por eso ya nadie debería sorprenderse, o incluso escandalizarse, con Kitchen, la última y bellísima exposición de la artista alemana Karin Sander (Bensberg, 1957) en Helga de Alvear. No deberían sorprenderse porque este tipo de actitudes se han convertido en una tradición. El artista ahora puede elegir entre lo que le es próximo, su cotidiano, también nuestro cotidiano, y apropiarse de ello porque ya no es necesario, imprescindible, representarlo, sólo hay que presentarlo.

Sander ha trasladado su experiencia en el mercado, la compra diaria, a la galería de arte, otro espacio donde también se vende y se compra, evidenciando con un gesto sencillo, muy simple, mínimo, algunos problemas del arte como institución al subrayar el carácter de mercancía de las obras de arte. Quizás sea esto lo que hace que algunos se pongan nerviosos y todavía se haga necesario insistir en esos problemas que parece que aún no han sido superados, y que plantean cuestiones importantes, que no son sólo institucionales y contextuales, sino también ontológicas, ¿qué es el arte?, y epistemológicas, ¿cómo sabemos qué es arte?

Ese gesto sencillo, muy simple, mínimo, de Sander al colgar piezas de fruta y verdura, también hongos y setas, elegidos por su belleza, sin marcas, sin defectos y sin golpes, en las paredes de la galería, construyendo un friso en el que las distancias son siempre constantes para producir ritmo, se llena de pronto de referencias. Resuenan en las salas de la galería los acantos de la arquitectura griega y las guirnaldas de los murales romanos, las cenefas de flores y frutas que rodeaban las habitaciones de los palacios renacentistas y barrocos para enmarcar paisajes y escenas mitológicas, las ilustraciones de botánica de los exploradores ilustrados, los fondos detallistas de algunos cuadros del siglo XIX y los papeles pintados del fin de siglo, y, sobre todo, el eco que más se escucha es el del bodegón, ese género pictórico considerado menor por las academias porque estaba demasiado apegado a la realidad, porque se regodeaba en la imitación sin dejar lugar a lo ideal, a la imaginación. Sin embargo, en los bodegones los objetos representados tenían un carácter simbólico, eran lo que eran y algo más. El tiempo se había detenido para siempre, un momento duraba una eternidad, para recordarle al que miraba que la vida pasa y que todo es vano.

Eran naturalezas muertas, aunque el limón, el celeri, la lechuga, la remolacha, el ajo, el chile, el ruibarbo de Sander, suprarreales más que reales, porque a veces la percepción engaña, no lo están, o no del todo, porque van cambiando, dejando las huellas del tiempo sobre la pared, aunque no llegan nunca a pudrirse porque son sustituidos un poco antes. Mantienen su carácter ejemplar, de ejemplo de una especie, uno por todos, invirtiendo casi el sentido de esos retratos en 3D de cualquiera que la artista fabricaba hace años, en los que se destacaba la variedad, lo diverso de la identidad, la imposibilidad de la clasificación.