Exposiciones

Las fábulas claustrofóbicas de Richard Billingham

Zoo

6 septiembre, 2007 02:00

Gorilla, 2005

Galería La Fábrica. Alameda, 9. Madrid. Hasta el 11 de octubre. De 16.000 a 20.000 E.

Richard Billingham debe su joven celebridad a una impactante serie fotográfica dedicada a su propia familia, residente en un barrio obrero de Birmingham, Cradley Heat, en la que con precisión de entomólogo recogía un diario visual tan sórdido, como tierno y candoroso, a la vez que ofrecía un demoledor relato biográfico.

Su primera exposición en La Fábrica -reseñada hace dos años por Elena Vozmediano- extendía su narración al desolado paisaje urbano del entorno de su barrio y a la distancia entre su apariencia a la luz del día y los misterios que se velan durante la noche. En su nota, Vozmediano nos informaba de que el artista: "confiesa una pasión por la botánica y la zoología difícilmente adivinable en su obra primera". Pasión que, coherentemente con lo anterior, procede igualmente de experiencias personales, las visitas junto a sus padres al zoológico de la ciudad y la recuperación de las fotografías de aficionada que su madre tomaba. Billingham ha invertido los últimos dos años de trabajo en recorrer zoológicos de pequeñas ciudades, envejecidos y semiabandonados, para proporcionarnos un tremendo itinerario por la soledad, el abandono, la incapacidad y la malaventura de esos prisioneros enjaulados.

Desde sus orígenes más remotos el arte ha mantenido una relación especial con la imagen animal, reflejo evidentemente de la especial relación que el hombre ha mantenido con ese reino, dos de cuyas características vertebrales son las de haber sido y ser capaz de matarlas más y más eficazmente que cualquier otra especie y, a la vez, la de interesarse con insaciable curiosidad social y científica por cada uno de sus especímenes. Desde la diminuta talla de un mamut hallada en Alemania hace unos meses y datada hace treinta y cinco mil años, hasta la exposición que reseña estas notas, los hombres han representado figuras animales y en su aproximación y maneras se han retratado, por así decir, ellos mismos.

No hay modo alguno de resumir esa historia en la extensión de estas líneas, pero sí cabe hacer al menos dos distinciones: en esas representaciones, los animales exóticos han desempeñado un papel señalado y particular en nuestro imaginario, que los hace protagonistas de un relato singular, y a lo largo de los siglos han variado, y mucho, los lugares en los que los animales están autorizados a exhibirse: el gabinete de maravillas, los rudimentos del zoológico, los circos, los museos de ciencias, etc., que predisponen o resumen un modo de mirar y por tanto de entender.

Las imágenes de Billingham muestran un león dormitando contra los herrumbrosos barrotes de una jaula descascarada, un gorila inmóvil en su nido artificial, mandriles observados en el interior de su calco de selva, un oso panda al fondo de su recinto, un rinoceronte aislado entre los barrotes y la piscina vacía de su cercado, o la silenciosa danza inútil y reiterativa de los elefantes del vídeo Elephants II y el tonto ir y venir permanente y mudo de una foca en su acuario de Seal. Pero en su aparente pobreza van más allá del documental de ciencias o de la defensa de los animales. No únicamente por su factura, en la que la vocación pictórica de Billingham no le lleva al exceso del pictorialismo y mucho menos a la pompa o suntuosidad técnicas, logrando un acabado que parece extender y desplegar más la cromía de la imagen -verdes, tierras, grises- que sus formas, sino en el cuento o fábula que declinan y que, inexorablemente, como el punto de vista mismo de la fotografía o el vídeo, deja al espectador "fuera" de la imagen y, por así decir, del texto.

Un modo muy diferenciado de la sorprendida visión que Alberto Durero nos transmitió del rinoceronte o del león de la Melancolía, del convulso poder de los felinos de Rubens o Delacroix o, de la aquí más pertinente, divertida contemplación de unos venecianos enmascarados del rinoceronte Clara, pintado en 1751 por Pietro Longhi, y que mostraba al animal sin su cuerno, quizás cortado o lo que es más probable, como les ocurre en cautividad, caído por el contínuo frotárserlo contra las paredes de su jaula. También de las selvas simuladas del Aduanero -a las que el Gran Palais dedicó el año pasado una muestra memorable-, cuyos modelos proceden de la taxidermia o de las ilustraciones populares; o, llegados a la más inmediata contemporaneidad, ¿por qué no de los dioramas fotografiados por Sugimoto o de la pieza del también británico Douglas Gordon Play Dead, 2003, en la que, en un loop perpetuo, un elefante amaestrado, proyectado a tamaño natural, se hace una y otra vez el muerto?

Richard Billingham reúne a los observadores (incluido el espectador) y al animal observado en un todo que, por así decir, rehuye lo exótico y fantasioso para facilitarnos únicamente las malandanzas compartidas, los sueños frustrados, el encierro simultáneo.

Richar Billingham (Cradley Heath, Birmingham, Inglaterra, 1970) es uno de los artistas más destacados de la escena británica, representante, como Damien Hirst o Sarah Lucas, del Young British Art. Su primer trabajo (1989), centrado en su familia, obtuvo un rápido reconocimiento internacional. En 1997 formó parte de la legendaria exposición Sensation (Royal Academy, Londres) y el mismo año fue galardonado con el Citybank Private Bank Photography Prize. En 2001 fue uno de los cuatro nominados al prestigioso Turner Prize.