Image: Cáustico Armando Mariño

Image: Cáustico Armando Mariño

Exposiciones

Cáustico Armando Mariño

16 octubre, 2003 02:00

Danger, 2003

Fernado Pradilla. Claudio Coello, 20. Madrid. Hasta el 5 de noviembre. De 7.500 a 21.500 euros

Nacido en Santiago de Cuba en 1968, Armando Mariño vive en Madrid desde 1997. Dotado de un sentido verdaderamente incisivo de la ironía, en sus trabajos, ante todo, pintura, aunque ocasionalmente también ha realizado algunas excelentes piezas escultóricas, Mariño ha ido poniendo sistemáticamente al descubierto las trampas de la ideología bienpensante que domina en estos tiempos de globalización. Hasta ahora venía utilizando figuras de personas de color: el negro, tan característico de la cultura afro-cubana, para plantear un contraste de dramatismo brutal con los logos de la publicidad y otros signos del dominio del blanco occidental sobre el resto de las culturas del planeta.

En esta exposición, Mariño ha acometido lo que podríamos llamar un giro hacia dentro, un repliegue sobre su condición de artista, dirigiendo su crítica a lo que usualmente llamamos el mundo del arte. Sus pinturas han tenido siempre una excelente calidad formal, con un tratamiento figurativo plano que las acercaba a los procedimientos expresivos del arte pop, aunque intensamente subvertidos desde un punto de vista ideológico. Ambos aspectos, el tratamiento incisivo o la fuerza subversiva en su empleo del lenguaje aparecen ahora claramente potenciados en las siete pinturas de gran formato que integran la muestra.

Mariño introduce el lenguaje dentro del cuadro, algo que ya había hecho anteriormente, pero utilizando en este caso una grafía muy próxima a la de la norteamericana Barbara Kruger en sus fotografías, quien como es sabido sitúa en la base de su trabajo los procedimientos expresivos del constructivismo soviético. Así, en un registro de alusiones en cascada, los cuadros de Mariño actúan como una auténtica bomba Molotov lanzada contra el sistema económico y político de hegemonía mundial del arte. Los críticos y expertos, los galeristas, los propios artistas, o los museos son objeto de una burla incisiva, de un desmontaje, que pone al desnudo la hipocresía de ese universo social. El pincel incendiario y la imagen del Guggenheim en llamas podrían servir como signo de estos nuevos carteles revolucionarios, en una época en la que, se nos dice, ya no hay lugar para ninguna revolución en el arte.