Image: El regreso de Zóbel

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Exposiciones

El regreso de Zóbel

27 febrero, 2003 01:00

La vista XXXVIII, 1975. Óleo sobre lienzo, 80x100

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 28 de abril

Aunque Fernando Zóbel de Ayala (Manila, 1924 - Roma, 1984) no hubiera pintado un solo cuadro, su nombre merecería figurar en la historia del arte español del siglo XX como coleccionista y generoso mecenas. Quizá, para no enturbiar la reputación del hombre que creó el Museo de Arte Abstracto de Cuenca, lo mejor sería que no hubiera pintado nunca. Pero Zóbel decidió pintar. Comenzó en su época de estudiante en la Universidad de Harvard (1946-49), siguió pintando en Manila, a donde había regresado para gestionar los negocios de su familia, y finalmente en Madrid, donde se instaló a partir de 1961. Esta exposición, que reúne casi un centenar de piezas entre cuadros, bocetos y cuadernos de dibujo, nos ofrece una reconstrucción detallada de la evolución de su obra a lo largo de treinta años.

Lo más curioso de ella son las dos primeras salas, con las tempranas tentativas de Zóbel en el dominio de la abstracción. Ensayos de aprendiz que emula a distintos maestros; a veces los cuadrados de color de Hofmann, otras veces las líneas finas y nerviosas de Mathieu (o, entre nosotros, de Feito). Esta última fórmula cristaliza en su serie Saetas, donde las líneas pueden ser más ópticas o más táctiles, pueden aparecer flotando en el vacío o bien, como en Saeta nº 4, cubrir casi toda la tela.

En la Manila de finales de los cincuenta, Zóbel se apasiona por la caligrafía oriental y trata de emularla en su pintura. Sus trazos negros, artísticamente difuminados, danzan sobre el blanco del lienzo, más cercanas a Zao Wou-Ki que a Henri Michaux. Ya está aquí el Zóbel que conocemos, con toda su elegancia afectada. Algunos cuadros, como Cuéllar (1961), que recuerda un pie o una garra, se acercan al informalismo español en blanco y negro. Pero Zóbel no se sentía atraído por la vena bronca del informalismo; quería ser un pintor puramente lírico. Hacia 1963, se volvió hacia el paisaje; la caligrafía se desvaneció y quedó sólo el esfumado atmosférico, el juego de luces contrastadas en un cielo brumoso. Zóbel pintaba por entonces una especie de marinas románticas, como ese Homenaje a Patricio Montojo (1964), donde presentimos el oleaje y hasta un naufragio.

A finales de los años sesenta, Zóbel encontró un pretexto para su pintura en los paisajes de Cuenca y les dedicó unas series enteras (como las tituladas El Júcar y Orillas) donde domina la obsesión por la luz; luz lechosa que el pintor fragmenta mediante una trama de líneas dibujadas o con invisibles cortes geométricos. Más tarde prescindiría completamente del color en los cuadros, aún más esquemáticos y vacíos, de su Serie Blanca, que pretenden sugerir una visión mística y se quedan en un ondular de tules y gasas. Sólo en sus últimos años (1980-84) regresaría el color a la pintura de Zóbel: retazos de rosas, verdes, amarillos con los que el artista intenta infundir vida a sus composiciones evanescentes.

¿Qué queda de Zóbel casi veinte años después de su muerte? Antes de visitar esta exposición lo recordaba, de otros encuentros con su obra, como un pintor flojo y amanerado. Pero tenía la vaga esperanza de equivocarme, de que hubiera en la pintura de Zóbel algo digno de ser salvado. El mérito de esta exposición es que no deja el menor resquicio a la duda.