Exposiciones

Rodin, un siglo de belleza

Rodin 1900, la exposición del alma. Museo de Luxemburgo. Vaugirard, 19. París. Hasta el 15 de julio

9 mayo, 2001 02:00

Coincidiendo con la Exposición Universal de París de 1900, aunque al margen de ella, el escultor Auguste Rodin, a punto de cumplir sesenta años, organizó su primera muestra individual en París; fue la célebre Exposición del Alma, pues fue en un pabellón construido especialmente en la plaza de ese nombre donde el acontecimiento tuvo lugar. Para conmemorar el centenario de la exposición que dio a Rodin fama internacional, el Museo de Luxemburgo, bajo el comisariado de la conservadora jefe del Museo Rodin, Antoinette Le Normand-Romain, ha reproducido -incluso en sus mínimos detalles y con la más exigente fidelidad, por más que no todas las obras hayan podido ser localizadas u obtenidas- aquel evento, que transformó la visión de la escultura e impulsó a Rodin a la más alta consideración de sus contemporáneos, pese a ciertas opiniones adversas.

Criticar a estas alturas la estatuaria del gran maestro francés no resulta, entenderá el lector, de recibo. Otra cosa muy distinta es poder analizar con qué inteligencia fue concebida y realizada esta exposición hace un siglo y cuál es nuestra respuesta al visitarla transcurridos cien años.

Antes de abordar qué obras fueron seleccionadas, debemos apuntar un detalle, que elogiaron ya entonces los escritores y espectadores y que no ha perdido vigencia alguna para los visitantes de hoy. Permítaseme describirlo con los términos de dos comentaristas que lo contemplaron de primera mano. Harlor escribe: "Uno entra. Y es en una blonda claridad de encaje donde está la asamblea de estatuas blancas". May Armand-Blanc, por su parte, insiste: "La entrada en la luz, en la blanca plenitud de la Belleza. Los muros cubiertos de telas pálidas como el reflejo del sol en el agua". En efecto, las salas son de un blanco inmaculado, y contra las albas paredes rebota, por así decirlo, el blanquinoso color de las escayolas -de las que se exponen muchas-, el cande de los mármoles; y, por contraste, se adentran los bronces en su bosque de penumbra. "De la claridad a las sombras, los modelados se enlazan, se deslizan unos sobre otros sin dejar por ello de pertenecer al aire vibrante que los envuelve", observó el redactor de "La Fronde".

En segundo lugar, Rodin, como una afirmación de sus principios estéticos, situó en el eje principal de la muestra su entonces todavía polémico Balzac, acompañado, a ambos lados o en salas inmediatas, por algunas de sus obras más discutidas, Los burgueses de Calais, el Monumento a Victor Hugo, la inquietante Iris -con su vulva expuesta a la vista- y, cómo no, el conjunto de La Puerta del Infierno. Excluyó, sin embargo -aunque eran más de 120 las expuestas- su generalmente admirado y apreciado El beso. La disposición de las esculturas en grupos compactos y apretados, aisladas del mimetismo de la rea-lidad por estar muchas de ellas encaramadas en columnas, nos recuerdan la descripción que Paul Gsell hacía, en 1911, del estudio de Rodin en el Depósito de Mármoles: "En su taller circulan o descansan varios modelos desnudos, hombres y mujeres. Rodin les paga para que le proporcionen en todo momento la imagen de una desnudez que se mueve con la libertad de la vida. El desnudo, que para los modernos es una revelación excepcional y que para los escultores suele ser sólo una aparición, que dura lo que una sesión de pose, para Rodin se ha convertido en una visión habitual".

Los dibujos, en número superior a sesenta, introducen al visitante en el universo del escultor, y lo hacen, en un insólito vecindaje con la contemporaneidad, alternándose y mezclándose con las setenta fotografías de Drouet que, realizadas según indicaciones precisas y estrictas de Rodin, muestran no sólo estadios sucesivos de las mismas, sino ángulos imposibles de alcanzar por el espectador y series de motivos o fragmentos que abren accesos inusitados a su obra.

Añádasele a lo anterior el hecho de concertar a prensa, crítica y escritores afines -algunos de ellos llegados de los países del centro y el norte de Europa y, también, de los Estados Unidos-; el control de las ventas o de los encargos de reproducciones, mediante manos amigas, generalmente, como era costumbre en Rodin, mal retribuidas o descaradamente traicionadas en lo personal, pero inmisericordemente para con ellos mismos fieles al maestro y, por último, la larga duración de la muestra, y coincidirán conmigo en que un siglo después no han cambiado tanto las cosas.