El Cultural

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Francisco Javier Irazoki: “Me parece antipoético intentar aprisionar la poesía en el verso”

Irazoki publica El contador de gotas, libro de poemas en prosa en el que se retrata como un "zorro libre" que no imita "al perro sumiso ni al lobo gregario"

14 octubre, 2019 09:33

Dice Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) que encuentra tanta poesía en un libro de Blas de Otero “como en las fotografías de Chema Madoz, en los movimientos de la danza y en las imágenes de cualquier película de Satyajit Ray”. Más aún, le parece “antipoético intentar aprisionarla en el verso. No sólo la siento en las cimas musicales que llamamos Bach, Monteverdi, Desprez, sino también en los sonidos del dolor de John Coltrane o en el grito errante de los gitanos. Los pocos acordes del blues son una habitación grande para la poesía". Quizá por eso le sorprende la curiosidad que despierta El contador de gotas (Hiperión), porque “no invento nada al escribir poemas en prosa. Enseguida pienso en Los cantos de Maldoror de Lautréamont, en Ocnos de Luis Cernuda, en Espacio de Juan Ramón Jiménez.

Pregunta. ¿Es este su libro más autobiográfico?

Respuesta. En realidad, todos mis libros son autobiográficos. Los tres conjuntos de poemas en prosa que me ha publicado Hiperión (Los hombres intermitentes, Orquesta de desaparecidos y El contador de gotas) son complementarios y han sido concebidos de forma parecida. Una primera parte dedicada a los años de formación y un segundo apartado con escenas de la madurez en París, donde vivo desde 1993. Cuando escribo, arrincono la fantasía que uso en mis diálogos familiares. Todavía ignoro cómo se describe literariamente lo que no me ha ocurrido. 

P. Ese viaje a la infancia, al pueblo, a los juegos de la niñez, descubren al lector su paisaje más íntimo y personal, gozoso. ¿Cómo se libra de las trampas de la memoria?

R. Mi memoria no necesita hacer trampas; resiste fortalecida por la gratitud. Tuve la buena suerte de nacer en una familia económicamente modesta. El objetivo de evitar las deudas educó mi mirada. Aprendí empatía por los hombres desfavorecidos. A menudo he presentido que la abundancia puede desorientarnos. En ese ambiente compartí asombros con una hermana que me regaló ensayos de Octavio Paz, cuentos de Jorge Luis Borges, poemas de Vicente Aleixandre. Nuestra humildad estaba rodeada por una Naturaleza poderosa y bella. Animales libres, montes y praderas verdes, hayedos y robledales. Había que esforzarse mucho para conseguir la tosquedad. Lo difícil era no ser poeta.

Sin tiempo para el odio

P. A menudo ha afirmado que la duda es la base de muchas de sus convicciones. ¿Qué aporta la duda a este libro?

R. A su manera, mi padre me dio una linterna: la duda. Es una linterna que emite preguntas. Me ha servido contra la oscuridad de las sectas políticas o religiosas. A veces envuelta en una ligera capa de ironía, la duda está en el centro de casi todas mis páginas. También en las de El contador de gotas. Aporta equilibrio frente a los fervores. Puse en una línea del libro Ciento noventa espejos mi única convicción que prescinde de la duda: el goce de no tener tiempo para el odio.

P. Desde las primeras páginas del libro, su visión surrealista resulta sorprendente, como cuando retrata al escritor contemplando durante horas el “charco de pereza a los pies de la v, de la x, de la h”. ¿Cómo combina realidad, recuerdos e imaginación?

R. Desde que en 1980 publiqué mi primer libro, Árgoma, se me ha calificado de surrealista. Sin embargo, ni en tiempos del grupo CLOC me identifiqué con esta etiqueta. Me considero un escritor realista. Pero soy curioso y no me conformo con la superficie de la realidad. No he asesinado al niño que fui y sigo rasgando apariencias. Intento extraer algunas piezas escondidas de la realidad. Mi modelo literario, leído un poco tarde, es Poeta en Nueva York de Federico García Lorca. Tengo la impresión de que la fuerza de sus imágenes no nace de una destreza para crear surrealismo. Lorca combina su crisis íntima con la crisis colectiva. Ojalá tuviese yo la mitad de su talento.

P. ¿Qué importancia tienen en esta obra Blas de Otero, César Vallejo, a los que cita y rinde homenaje? ¿Y Jorge G. Aranguren y Aramburu?

R. Como digo en un texto, estudié con lupa tres asignaturas del maestro Blas de Otero. Sus libros Ángel fieramente humano y Redoble de conciencia fueron faros para mi adolescencia. Su tercera asignatura fue el error. Al mismo tiempo que sus poemas combatían con justicia la dictadura franquista, Blas de Otero elogiaba las tiranías soviéticas. Me refugié en la lucidez coherente de Albert Camus. César Vallejo no me decepciona nunca. Sin ser un esclavo de la música, Jorge G. Aranguren tiene la ética concentrada en el oído. Rodeado de libros de autores clásicos y manuales de gramática, nos comunica los matices de la lengua española. Se han cumplido cuarenta años de mi trato constante con Fernando Aramburu. Dejando a un lado su gran valía literaria, defino a Aramburu con sólo tres palabras: la bondad divertida.

Lejos de la tribu

P. El poeta se retrata como un zorro libre, que no imita “al perro sumiso ni al lobo gregario” ¿Qué precio ha pagado por su independencia?

R. Defiendo, desde hace cuatro décadas, una ideología muy concreta: rechazo todos los grados de la crueldad. Con esta elección me veo lejos de las fiestas de la tribu. Por eso inicio El contador de gotas con un aforismo de Ramón Eder: “Sin compasión no hay cordura”. Y lo cierro con una cita de Ramón Andrés: “Morir fuera del himno”. La independencia contiene una recompensa. Me ha dado la serenidad que no necesita más premios.

P. No faltan alusiones en el libro a la violencia etarra, como en “Brindis a la oscuridad”. ¿No cree que nos hemos apresurado demasiado en pasar página, como si las víctimas no importaran?

R. El olvido sólo servirá para sepultar la justicia. Sin el reconocimiento del daño hecho, sin la crítica clara contra décadas de delaciones, crímenes e indiferencia, el País Vasco estará condenado a una prosperidad hueca. El primer paso para llenar ese vacío inmoral es acercarse a las víctimas del terrorismo y compartir su dolor. El segundo paso consistiría en rechazar la comunicación engañosa. No existe ninguna grandeza cuando oscurecemos el lenguaje para esconder la culpa. Propongo la transparencia expresiva. Lo otro es brindar insensiblemente por Alicia en el País de las Sidrerías.

"El olvido sólo servirá para sepultar la justicia. Sin la crítica clara contra décadas de delaciones, crímenes e indiferencia, el País Vasco está condenado a una prosperidad hueca"

P. Volviendo al libro, en él escribe: “Todos los meses visito mis suburbios”, y recuerda al joven melómano que fue. ¿Cree que se reconocería en el poeta que hoy es? ¿Se entendería con usted, o le echaría en cara alguna traición?

R. Fui un crítico joven y un estudiante tardío de la escritura musical. Siempre creí que la música era el arte más apropiado para que yo me expresase con fluidez. Tuve profesores excelentes en el Conservatorio Hector Berlioz de París y durante diez años me dediqué al aprendizaje intenso. Llegué canoso a los conocimientos técnicos. Los buenos resultados académicos no disimularon lo evidente: sabía cómo componer, pero no lograba decir nada verdadero. En el artificio no había sitio para mis pequeñas verdades personales. Esta situación ha sido bien explicada por Thomas Bernhard en su obra El malogrado. No sufrí. Mi renuncia incluía un regalo: la capacidad de escuchar mejor. Me centré en la literatura por no traicionar a mi juventud de buscador melenudo.

P. ¿Sigue creyendo en la poesía como “una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”?

R. Sí. Lo escribí en Orquesta de desaparecidos. Digo en el texto que “los días que viví se han unido y hablan en voz baja. Antes que yo empiece a escribir, ellos susurran: la poesía no es una delicadeza decorativa” y añado la frase que usted menciona. Pero, cuidado, se trata sólo de una certeza íntima. De ahí que mi experiencia hable “en voz baja”.