Carla Guelfenbein

Carla Guelfenbein

El Cultural

Carla Guelfenbein: “Llevamos demasiado tiempo silenciadas”

En La estación de las mujeres la escritora chilena indaga sobre la construcción del ideario femenino, el amor y la libertad

12 agosto, 2019 12:51

Bióloga, especializada en genética de población, Carla Guelfenbein (Santiago de Chile, 1959) publicó su primera novela, El revés del alma, a los 42 años. Desde entonces la autora no ha parado de escribir y cosechar éxitos. Premio Alfaguara en 2015 por Contigo en la distancia, en 2018 escribió su primer título juvenil, Llévame al cielo. En su último trabajo, La estación de las mujeres (Alfaguara), construye una novela protagonizada por mujeres donde pasado y presente, realidad y ficción, se entremezclan en una historia que trata sobre la construcción del ideario de lo femenino, el amor o la libertad.

Pregunta. En La estación de las mujeres se entrelazan historias de mujeres de distintas edades y perfiles, de diferentes épocas, que exploran sus propios límites, ¿quería aportar su visión al relato de identidad femenina?

Respuesta. No fue una intención preconcebida, pero sí, creo que terminó siéndolo. Comencé a escribir esta novela durante una temporada que me encontraba varada en Manhattan. Eran días de caminar sin rumbo, de conversar con desconocidos, de quedarme horas en el rincón de un café observando, escuchando, tomando notas de aquello que llamaba mi atención.  En este escenario surgieron las cinco mujeres de esta novela, y la realidad y la ficción comenzaron a entremezclarse. Anne, por ejemplo, la conserje que un día desaparece, es una chica con quien me encontraba todas las mañanas a las puertas del lugar donde me hospedaba, y que sin que ella me dirigiera nunca la palabra, sentí que se fue tejiendo una extraña complicidad. O Elizabeth, la chica que en 1946 huye de su casa para estudiar literatura en Columbia y que hace el amor con un hombre mayor todas las tardes en un cuarto, surgió de una imagen, la de mi propia ventana que daba a la calle, a través de la cual escuchaba los sonidos de la ciudad. O Margarita, la mujer que aguarda -sentada frente a las puertas de Barnard College- ver aparecer a su marido cogido del brazo de una de sus estudiantes para hacer estallar su vida. Tal vez lo que subyace en todas estas historias es la noción asfixiante de que al fin y al cabo, el arma más poderosa del patriarcado no es su violencia, sino su universalidad, su persistencia, y su capacidad obstinada y eficaz de hacerse pasar por “normalidad”.

P.  ¿Siente que sus personajes aguardan quietos en la penumbra como afirma una de ellas? ¿Se podría hacer extensible a ese lugar en el que las mujeres han permanecido silenciadas durante demasiado tiempo?

R. Definitivamente. Hace un siglo y medio, Barbara Welter cifró el Culto a la vida doméstica en donde se identifican los cuatro pilares en torno a los cuales se definía el espacio que ocupaba la mujer: la piedad, la pureza, la sumisión y la domesticidad. Conceptos que aún hoy resultan dolorosamente familiares. Un ejemplo. Hace algunas semanas, en la cumbre G20 de presidentes en Osaka, las veinte primeras damas presentes, mientras sus maridos decidían a puertas cerradas el destino de nuestro planeta, alimentaban a unos pececitos naranjos en una bella laguna vestidas de princesas. Las cámaras del mundo reprodujeron -una vez más- la imagen de mujeres aguardando a que sus hombres vinieran a cogerlas del brazo para echar a andar la máquina de la vida. Unos de los personajes de La estación de las mujeres dice: “Esperar es desaparecer”, y tiene razón, llevamos demasiado tiempo silenciadas, aguardando en un rincón a que nos saquen a bailar.

P. Lo que sí hay es un juego entre personajes que quieren desaparecer y personajes que buscan, ¿no?

R. Sí, claro. En una de mis caminatas, encontré un librito azul en una librería de libros raros, que se llamaba Cómo desaparecer en América sin dejar rastros. Recuerdo que apenas lo vi, mi corazón comenzó a latir. La  idea de que alguien quisiera esfumarse, sin identidad ni lazos, en la más absoluta soledad, me produjo una curiosidad casi morbosa, por lo transgresiva, pero a la vez, por la derrota que implica. Algunas de las protagonistas de La Estación de las mujeres desaparecen para salir en busca de algo, pero otras lo hacen porque la vida las ha derrotado.

P. Entremezcla además ficción y realidad, ¿qué suma su novela al relato real de Doris Dana y Gabriela Mistral? ¿Qué le interesaba de su historia?

R. Doris Dana conoció a Gabriela Mistral en una charla que la poeta fue a dar a Barnard College el 7 de mayo de 1946 y quedó prendada de ella. Comenzó a escribirle y a buscarla, hasta que la poeta accedió a que se encontraran en México. Desde entonces se entabló entre ellas una relación amorosa que está plasmada en las cientos de cartas que Gabriela le envió a Doris Dana, y que han sido escasamente difundidas. En estas cartas, bellísimas todas, queda de manifiesto el amor pasional que las unió, amor que los Mistralistas han intentado hacer pasar por un amor filial. Me interesaba mostrar ese aspecto de la Mistral, un aspecto que ha sido vedado y encubierto bajo la imagen de una mujer casi virginal, aburrida, desprendida de lo carnal, que no responde en absoluto a su verdadera naturaleza. Creo que conocer este aspecto de ella, nos otorga una mirada diferente y esencial sobre su obra. 

P. Otro personaje real es el de Jenny Holzer, con quien el lector se va cruzando a lo largo del texto gracias a algunas de sus frases, ¿por qué quiso incluirla de este modo en la novela?

R. La banqueta donde uno de los personajes de la novela –Margarita- aguarda a su marido, es una obra de Jenny Holzer. Pero antes que llegara ella ahí, llegué yo en uno de mis paseos. Había en sus textos, que encontré tallados sobre la piedra de la banqueta, una irreverencia, una concisión y un poder que provocaron un eco profundo en mí. Volví muchas veces, y su obra se volvió un pilar del texto que escribía. Tuve el privilegio de que la artista accediera a que incluyéramos su obra en la novela. 

P. La Universidad de Columbia (Nueva York) es el espacio donde se entrecruzan estas historias de mujeres, ¿qué importancia tiene el contexto?

R. Me interesaba suscribir la novela a un espacio geográfico acotado. De alguna forma, al hacer un rayado estrecho de la cancha, la libertad, la fuerza y la complejidad del texto tendrían que surgir por otros lados. Constreñir para  hacer reventar las historias. Además está el hecho de que la Universidad de Columbia, a diferencia de muchas otras, está anclada en la ciudad. El templo de la más alta cultura colinda con uno de los barrios más pobres y abandonados de Manhattan.  Esta confrontación, estos mundos que conviven con dificultad, era también algo que me interesaba sobremanera. 

P. Además, La estación de las mujeres indaga en la construcción de la libertad y el amor, ¿qué tipo de amor y de libertad?

R. “El amor es un nudo que está hecho de dos libertades enlazadas”, enuncia Octavio Paz. Paz alude al respeto que ambos miembros de una pareja deben profesarle a la individualidad del otro. Que una de las partes se imponga sobre la otra, no es amor; que una menosprecie, o ahogue a la otra, tampoco. Este nudo de dos libertades enlazadas nos hace ver a dos individuos que, sin perder su libertad e individualidad, se enlazan, constituyendo un único nudo, bello e indestructible. El problema es que este nudo NO existe. Ese equilibrio perfecto es una invención de los románticos, de los idealistas, de los poetas. Las dos individualidades coliden, se enfrentan, exigen su espacio. Y cuando lo descubrimos, nos sentimos defraudados. Preferimos desarmar el precario nudo, huir, bajarnos del barco, en suma, terminar con el amor, pensando que en algún lugar del mundo hay alguien con quien constituir el nudo perfecto, sabiendo, de antemano, que no es más que una quimera. ¿Por qué lo hacemos? No lo sé, pero es un tema que me apasiona y lo indago en mi escritura.

P. Ha comentado que la lectura de Vivian Gornick y de Antonio Muñoz Molina le influyeron en la escritura de esta novela, ¿cómo lo hicieron?

R. Una mujer singular en la ciudad de Vivian Gornick, y Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina llegaron a mis manos mientras escribía La estación de las mujeres. Y ambos libros, a su manera, me ayudaron a entender qué es lo que estaba haciendo, de cómo la ciudad era un tramado de fondo, una suerte de grilla, pero a la vez una protagonista esencial, y que la única posibilidad de otorgarle su cuota de verdad, estaba en dejarla ser, en no ponerle límites.

@mailouti