Image: Ángeles Caso
El paso de la laguna Estigia (1520-1524), del pintor flamenco Joachim Patinir
Son viajes ideales, viajes soñados, pero esta vez desde la ficción. Porque viajar es también un placer cuando se hace desde las páginas de un libro, la imagen sugerente de un cuadro, una fotografía, desde la butaca de un cine. Y así, nos vamos al Nueva York de Paul Auster, al Sáhara de El paciente inglés, al Cape Cod de Edward Hopper...
Si pudiera, comenzaría a volar suavemente y me depositaría a mí misma en un paisaje de un primitivo flamenco. Tal vez el que rodea a San Juan Bautista en el Tríptico de la Familia Braque de Roger van der Weyden, en ese sendero que serpentea al lado del río luminoso y conduce hasta el castillo blanquísimo. O en uno de los bosques de Gérard David, con sus árboles cubiertos de perfectas hojas diminutas, tras los que asoman las colinas verdes. En la silenciosa ciudad junto a la laguna que Robert Campin pintó en su Tríptico de San Lucas. En la pradera del Cordero Místico de los hermanos Van Eyck, entre las margaritas y los cipreses. Incluso en una montaña rocosa de Joachim Patinir, con su luz azulada y sus formas irreales. En cualquiera de esos lugares llenos de calma, verdor, fuentes murmurantes, pájaros cantarines, frutas relucientes, torres armoniosas, flores inmortales, sombras delicadas y gentes en sosiego. Para sentirme como una de las elegidas que, en esos mismos cuadros, gozan del paraíso.