El Cultural

The Leftovers 2: llenar el vacío

10 diciembre, 2015 13:47

No tengo muy claro cómo hablar de esta serie sin entrar en los laberintos de la autocracia creativa y, por lo tanto, de la autocracia crítica. Lo único que sí tengo claro es que, de cuantas conozco, The Leftovers (HBO), que ha completado su segunda temporada, es la más relevante de todas las series dramáticas en marcha. Más que Fargo, más que True Detective, más que The Walking Dead, más que The Affair, desde luego más que Homeland. Su ambición traspasa y trasciende a la de todas las demás, y sus resultados nos permiten seguir confiando en la energía renovadora de la teleficción norteamericana. Es una serie que huye de todo tipo de complacencias con el espectador, que solo está hecha de cara a sí misma y las ambiciones de sus creadores.

Sobre el ingeniero creativo de la serie, Damon Lindelof (co-creador de Lost), ya escribí hace varios meses en un post donde hablaba de la primera temporada de The Leftovers. En su segunda entrega de diez capítulos, casi diez horas, la serie ha mejorado ostensiblemente respecto a la primera. Lo que en apariencia podría desestimarse como un recurso cómodo o una estrategia fácil –trasladar algunos personajes tanto en el espacio como en el tiempo y crear nuevos secundarios para partir de cero– se revela pronto como un gran acierto para seguir llenando ese enorme vacío sobre el que se construye toda la ficción, inspirada en la novela Ascensión de Tom Perotta, co-responsable de la serie. Se trata del vacío dejado por un insólito acontecimiento: la desaparición súbita, un 14 de octubre, del 2% –unos 150 millones de personas– de la población mundial.

La nueva intro de esta segunda temporada, bien distinta a los influjos celestiales de la primera, introduce el sentido y el sentimiento de la serie. Las siluetas de cuerpos ausentes de las fotos, quizá momentos capturados en el mismo instante en que se producía la súbita evaporación global (momentos todos ellos de felicidad y sosiego entre familiares y amigos), cargan en su vacío con el enigma del cosmos. Cargan también con el sufrimiento y la incomprensión de las personas que no han sido borradas de la foto, las que permanecen en duelo. The Leftovers es, sobre todo, una meditación sobre el duelo ante una ausencia inexplicable y brutal. Ante un enorme vacío al que ninguna lógica carente de fe y de certezas ultraterrenales puede darle sentido. Por eso la serie, especialmente esta segunda temporada, también construye sus tramas a partir de una dialéctica existencial entre la fe y el nihilismo, expresada en personajes que nacen del estereotipo para desarrollar cualidades bien singulares.

La segunda temporada nos traslada al único lugar en el planeta sin registro de desaparecidos, la población de Jarden, Texas, dentro del Miracle National Park, y que se ha convertido en un punto de peregrinación en busca de paz y seguridad, una especie de parque temático de la fe donde habitan visionarios y estafadores, y en cuya plaza mayor se ha instalado sobre una columna un personaje directamente arrancado de Simón del desierto de Luis Buñuel. En su vecindario, altamente protegido por las intrusiones externas y los flujos migratorios, se instalan Kevin Garvey (Justin Theroux) y su nueva pareja, Nora (Carrie Coon), dos de los personajes principales de una serie relativamente coral que en su epidermis funciona como una fábula apocalíptica post-11S, una especie de guerra santa que nos muestra con qué sutileza y brutalidad se cuecen los fanatismos religiosos, pero que va mucho más allá en sus planteamientos existencialistas.

La minusvalía anímica y la vasta sensación de pérdida instalada en el planeta, pues prácticamente todo el mundo ha perdido al menos a un ser querido, se ha traducido en una irrespirable atmósfera de miedo, incomprensión y depresión colectiva contra los que Jarden parece tener el antídoto. Una secta de hombres y mujeres de blanco que fuman compulsivamente y solo se comunican escribiendo notas –excentricidad narrativa que ha expulsado a muchos televidentes– trata de recordar constantemente a la población que no hay que olvidar lo que ocurrió, que hay que seguir buscando explicaciones. Ocurre en The Leftovers, como ocurría en Lost –mediante algunas estrategias narrativas, de hecho, la segunda emana ahora como un campo de pruebas de la primera–, que la búsqueda de respuestas es al mismo tiempo una necesidad y una imposibilidad dramática. Quien quiera resolver la incógnita de la premisa argumental se llevará una gran decepción. Precisamente, la imposibilidad de llenar ese vacío argumental es la base dramática de The Leftovers, que aparte de generar sus propios enigmas para que nunca olvidemos el misterio irresoluble, nos coloca constantemente en la psique del desconcierto para que podamos habitar la piel de sus protagonsitas.

Ese desconcierto tan hermético como flexible, tan convincente como sospechoso, conduce irremisiblemente a la sensación perpetua de la anarquía creativa: el todo vale con el que sueña el guionista como forma de utopía dramatúrgica. The Leftovers fuerza las fronteras de la incredulidad hasta disolverlas por completo, es decir, establece sus propias reglas basadas en precisamente la aparente ausencia de ellas. No podremos nunca confiar en las certezas más básicas de la causalidad narrativa, ni en los imponderables de la vida y la muerte, porque esas reglas se han colapsado en la antesala del drama, fabricando el vacío que acaso solo se puede atenuar con un exceso de fabulación incontenida.

Solo así su protagonista puede morir y renacer bajo los códigos de un thriller del hampa de suspense harto perturbador –el episodio The International Assassin es pura maestría–, o encontrar una nueva modulación de la tragicomedia con la creación de un fantasma tan inquietante como grotesco. Solo así el hombre en el limbo (que es un hotel) puede emprender el imposible camino de regreso al hogar (a la vida) cantando en un karaoke una desafinadísima (pero emotiva) versión de Homeward Bound, o que el poder catártico de los terremotos no pierda su fuerza mística aunque se conviertan en un recurso dramático habitual. Solo así se pueden concentrar los misterios de la existencia –¿quiénes somos?, ¿para qué estamos aquí?– en inexplicables episodios de sonambulismo, telequinesis y energías invisibles, o que la tierra se trague el agua de un lago para salvar la vida de un suicida.

Acentúa todo ese desconcierto, entendido como un estado natural en la serie (y cuánto se agradece ver algo que no hemos podido predecir), la circunstancia de que el entramado narrativo de la segunda temporada es más complejo en su arquitectura de saltos temporales y geográficos. El prólogo del primer capítulo, por ejemplo, nos traslada a un bloque kubrickiano, miles de años atrás, en torno al origen del homínido. Así, el carácter épico y totalizador que introducía Lost en sus últimas temporadas, con los saltos narrativos a tiempos arcanos para revelar el origen de ciertos misterios (¿recuerdan a Jacob?), forman parte del códgio genético de The Leftovers desde sus inicios parabíblicos. Los grandes temas conviven en inédita, extranísima armonía con los mecanismos psicológicos y espirituales más íntimos de cada personaje, todos ellos en busca de conexión humana y de romper las cadenas de su soledad interior.

Acaso es en el carisma entre íntimo y excéntrico de la serie donde encontramos su mayor virtud, su genuina singularidad. En primera y última instancia, el gran vacío que consigue llenar The Leftovers es el de la teleficción contemporánea, abocada desde hace unos años a dar vueltas sobre sí misma en un imparable proceso de amaneramiento y mimetismo, de modo que la mayoría de las series paracen primas hermanas de otras series que las preceden o avanzan en simultaneidad, hasta el punto de poder intercambiar personajes, tramas, situaciones y conceptos de una a otra de forma absolutamente orgánica. Lo que conquista The Leftovers es dotar de una utilidad dramática –colocándolo en el centro y la propia razón de ser de su discurso– a ese trayecto hacia el barroquismo y la incontinencia narrativa al que parece abocada la ficción televisiva. El vacío solo puede llenarlo un vacío mayor, es decir, la suma de todas las cosas.