El Cultural

Graham Vick

15 mayo, 2009 02:00

Graham Vick. Foto: Miguel Ángel Fernández

"Soy un misionero de la Ópera"

El Festival Mozart de La Coruña, que comienza el viernes, rinde homenaje al director de escena británico Graham Vick con tres de sus producciones: Mitridate Re di Ponto y Zaide de Mozart y Werther de Massenet.

Responsable de la reapertura del nuevo Covent Garden en 1999 y fundador de la Birmingham Opera Company, entre otros muchos méritos, Graham Vick (Liverpool, 1953), director de escena instalado a medio camino entre la innovación y el compromiso, llega al Festival Mozart de La Coruña con tres montajes representativos de su trayectoria.

-Dicen que es usted el Billy Wilder de la ópera.
-Me llamaron algo parecido hace 30 años... No sé exactamente a qué se referían. Me consta que Wilder era un genio, por lo que no me queda más que sentirme orgulloso. Soy muy técnico, conozco bien las herramientas de mi oficio. Tal vez ahí se encuentre el símil.

-O quizá por la acritud de alguno de sus montajes. En Madrid aún se recuperan de la última escena de su Rigoletto.
-Rigoletto pertenece a un periodo de la historia en que la muerte tiene un sentido especialmente trágico. No creo que lo de Madrid se debiera a mi visión personal del libreto, sino a que es una ópera muy oscura.

-Se dijo que descartó a Aquiles Machado del reparto por incompatibilidades estéticas...
-Me irrita sobremanera recordar lo que se dijo en la prensa española sobre aquel asunto. Dirigí aquella producción con Giuseppe Sabatini. No discutiré por qué se tomó aquella decisión o sobre lo que se dijo a puerta cerrada. Cualquier rumor a ese respecto mancharía la imagen que tengo de la ópera.

-Glyndebourne celebra este año su 75 aniversario. ¿Cómo van las cosas por ahí?
-En Glyndebourne, como expresión de lo que está ocurriendo en toda Inglaterra, se están volviendo algo reaccionarios, y existe un respeto a la tradición ligeramente más acentuado de lo que era habitual. Y no me equivoco al decir que algo tiene que ver la crisis financiera.

-Durante su periodo como director de producciones del festival, acabó un poco harto de la apatía del público británico.
-El de Glyndebourne es un público muy específico y adinerado. Puede que a veces me sintiera un poco alejado de sus gustos, aunque algunas propuestas innovadoras se estrenaron con éxito. El problema no es de carácter, sino de idioma. La ópera llega mejor en su lengua natural, sin sobretítulos ni traducciones.

-Nada que ver, en cualquier caso, con el entusiasmo latino.
-Claro. Pero ¿por qué? Los italianos inventaron la ópera, entienden cada frase, cada palabra. La sienten en sus carnes. Trabajo seriamente con ellos, y ellos me toman en serio.

-Y la ópera, ¿genera el mismo tipo de sentimientos ahora que hace trescientos años?
-No. Porque entonces era un arte moderno y sofisticado. Si pudiéramos asistir al estreno de Poppea en 1642, nos daríamos cuenta de que la gente vestía ropas de la época, incluso modernas para el momento. No iban disfrazados, yo qué sé, de romanos. Si nos fijamos en el libreto y su contexto, éste está lleno de alusiones a la política del momento, en la lengua del público. ésa es la diferencia.

-¿Sugiere cierta sobrestimación de la tradición?
-Es un término muy ambiguo. La tradición belliniana, por ejemplo, implicaría iluminar el teatro entero, colocar a la orquesta en el escenario y a los cantantes de pie delante de ellos. ésa es la verdadera tradición. Ahora se utiliza el término vagamente para referirse a lo que se hacía hace cincuenta años en la ópera.

-¿Y cómo democratizar el gusto por el género?
-Lo primero es abrir las puertas de los teatros tradicionales, hacerlos cercanos. Porque es un arte embebido de cierta autocomplacencia. La gente va a ver una Traviata y no discute sobre el argumento o su contenido, lo que les ha hecho sentir, sino sobre si es mejor o peor que la última Traviata que han visto. Una actitud algo patológica en algunos casos, que ha hecho que la ópera sea cada vez más autorreferencial.

-¿Y, a estas alturas, qué supone para usted un reto?
-Reconozco haber sentido miedo con la grandilocuencia del Tristán e Isolda de la Deutsche Oper de Berlín. Es una obra que se escurre a las formas del teatro, que no te ofrece ningún tipo de garantías. Incluso si todo funciona correctamente.

-Partitura, libreto, escena. ¿Un orden preestablecido?
-No creo en esa jerarquía. Lo que ocurre es que en la ópera la música no existe sin la palabra. Su significado es la fuente de la música. Están con- denados a ir juntos. La expresión de la palabra viaja sobre la expresión de la música. Y la tensión entre las dos genera la magia de la ópera.

-Y la dirección de escena, ¿es una búsqueda o un encuentro?
-Creo que ambas cosas. Porque la búsqueda implica encuentros fortuitos. Treinta años después, mi trabajo sigue siendo muy artesanal...

-Su colega David Pountney lo llama "vicario" por su talante evangelizador.
-(Risas) Y tiene toda la razón. Soy un poco misionero de la ópera. Porque es algo que me fascina y que me ha cambiado radicalmente la vida.

-Ha trabajado con Muti, Levine, Mehta. ¿Cuál es la clave para no herir sensibilidades?
-Respeto, mucho respeto. Y son tuyos.