Ejemplares de 'Carcharhinus obscurus'.

Ejemplares de 'Carcharhinus obscurus'. Pexels

Ciencia

Devorado un bañista en el Mediterráneo por tiburones considerados 'inofensivos' hasta ahora: "Entraron en frenesí"

Esta raza, considerada mansa, se congrega en un lugar de la costa israelí donde se congregan los turistas para hacerles fotos.

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El Mediterráneo que muchos imaginan como un mar tranquilo de aguas azules y sombrillas de colores se convirtió, el 21 de abril de 2025, en el escenario de algo que nunca se había documentado: un grupo de tiburones grises (Carcharhinus obscurus) devoró por completo a un bañista cerca de Hadera, en la costa de Israel.

La víctima, un turista de unos 40 años que hacía esnórquel con una GoPro para grabar a los animales, desapareció en cuestión de segundos después de gritar que le estaban mordiendo y teñir de rojo el agua a su alrededor.

La escena, digna de una película de terror, podría parecer "otro ataque de tiburón más" si no fuera por un matiz clave: hasta ahora no se había confirmado ningún episodio mortal protagonizado por esta especie en todo el mundo.

Estos ejemplares se consideraban predadores grandes pero mansos, con un historial mínimo de mordiscos confirmados a humanos, y ni el archivo histórico del International Shark Attack File ni la literatura científica registraban muertes atribuibles con seguridad a estos animales.

¿Qué hacía entonces un grupo de tiburones teóricamente poco peligrosos tan cerca de la costa? Hadera se ha convertido en los últimos años en una especie de santuario improvisado para tiburones: el agua caliente que sale de la central eléctrica de Orot Rabin y las descargas de salmuera de plantas desaladoras elevan la temperatura local hasta unos 10 ºC por encima del entorno.

Esto atrae cada invierno a decenas de tiburones grises y de punta negra. Esa curiosidad científica se transformó muy deprisa en reclamo turístico: gente que acude expresamente para nadar entre ellos, hacerse selfies y colgar vídeos en redes sociales.

Los detalles del ataque se han reconstruido a partir de testigos, imágenes y restos recuperados. El hombre nadaba a más de 100 metros de la costa, rodeado de varios tiburones, cuando uno de ellos se habría acercado, en teoría, a inspeccionar la cámara.

Según los investigadores, el animal habría ejecutado la típica "mordida exploratoria" sobre el objeto desconocido, pero falló y alcanzó el brazo del bañista. La sangre en el agua, sus movimientos descontrolados y el sonido del chapoteo encajaron a la perfección con lo que los biólogos llaman el desencadenante ideal de un frenesí de alimentación.

El caso está descrito en detalle en una nota de comportamiento publicada en la revista Ethology por los especialistas Eric Clua y Kristian Parton. Los autores hablan de una "tormenta perfecta" provocada por la competencia entre tiburones en un entorno alterado por los humanos.

Los animales han aprendido a acercarse a las personas para recibir comida y, si detectan sangre y ruido de lucha, cambian de modo "turístico" a modo depredador en segundos. En su trabajo introducen un concepto inquietante pero muy gráfico: el "comportamiento de mendicidad" de los tiburones, es decir, individuos que acuden sistemáticamente a las embarcaciones o a los bañistas esperando alimento.

Tiburones que piden comida

Para entender por qué este giro es tan delicado, conviene mirar quiénes son los protagonistas. Esta especie son grandes tiburones pelágicos que pueden superar los cuatro metros de longitud y vivir más de 40 años.

Maduran tarde —alrededor de los 20 años—, tienen gestaciones larguísimas de hasta 22–24 meses y paren pocas crías, lo que los coloca entre las especies de tiburón más lentas para recuperarse del impacto de la pesca. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) los clasifica hoy como especie en peligro, con poblaciones muy mermadas en varias regiones del planeta.

Paradójicamente, estos animales, que en general evitan al ser humano, llevan años siendo vendidos al público como "tiburones tranquilos" en Hadera. Las imágenes de docenas de aletas junto a la costa, con gente nadando a pocos metros, se viralizaron en medios y redes.

A pesar de las advertencias de autoridades ambientales y organizaciones científicas, muchos visitantes se acercaban a tocarlos, alimentarlos o grabarlos con sus cámaras de acción, diluyendo cada vez más la frontera entre fauna salvaje y atracción turística.

En ese contexto, lo que ocurrió en abril no es tanto un giro "monstruoso" de los tiburones como la consecuencia biológica de una serie de decisiones humanas. Los escualos detectan débiles señales eléctricas con órganos especializados y son extremadamente sensibles a vibraciones y olores en el agua.

Acostumbrados a recibir sobras de pescado o carnada desde embarcaciones, un objeto brillante como una cámara, asociado a una silueta humana, pasa de ser una simple curiosidad a un posible estímulo de comida. Basta una mordida errónea que provoque sangre para que, en un grupo altamente competitivo, otros individuos se lancen también a morder.

El episodio llega, además, en un momento en que los datos globales sobre ataques de tiburón ayudan a poner las cosas en perspectiva. Según el International Shark Attack File, en 2024 se investigaron 88 interacciones tiburón-humano, de las cuales 47 fueron mordiscos no provocados y solo cuatro resultaron mortales; cifras bajas si se comparan con la última década.

De hecho, diversos estudios apuntan a que el aumento de encuentros tiene más que ver con la cantidad de personas en el agua, el auge de deportes acuáticos y el calentamiento de los océanos que con una supuesta "sed de sangre" de los tiburones.

La tragedia de Hadera pone frente al espejo a una industria, la del ecoturismo, que puede ser una gran aliada de la conservación, pero también un problema si se gestiona mal. Los tours para "nadar con tiburones" generan ingresos, cambian percepciones y ofrecen alternativas a la pesca de escualos, un negocio que ha esquilmado a muchas poblaciones en todo el mundo.

Pero cuando esos tours se basan en tirar comida al agua, eliminar el miedo natural del animal y animar a los visitantes a acercarse cada vez más, se convierte en una receta casi literal para el desastre.