Rebeca Gómez, psicóloga experta en felicidad. (Instituto Europeo de Psicología Positiva)
Rebeca Gómez, psicóloga experta en felicidad: "El 40% de lo que te hace feliz depende de tu manera de actuar y pensar"
Hay determinantes biológicos y otros de contexto para determinar la felicidad, pero hay una gran parte que está en nuestra mano.
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¿Qué es para ti la felicidad? La psicóloga Rebeca Gómez propone empezar por ahí: pararse un momento y contestar, sin manuales delante, con algo tan sencillo como “estar en calma”, “no sufrir” o “que me diga mi hija que me quiere”.
Detrás de esas frases cotidianas hay una disciplina entera, la Psicología Positiva, que los investigadores Shelly Gable y Jonathan Haidt describen como “el estudio de las condiciones y procesos que contribuyen al florecimiento u óptimo funcionamiento de personas, grupos e instituciones”. Entender, en definitiva, qué hace que una vida merezca la pena.
Cuando la gente responde “seré feliz cuando… acabe la oposición, esté más delgada, termine la maratón”, está usando la felicidad como meta condicional: un premio que llega al final de una carrera.
Los estudios sobre bienestar subjetivo muestran que esos hitos producen subidones de satisfacción… pero el efecto tiende a diluirse al cabo de semanas o meses, un fenómeno conocido como adaptación hedónica.
Por eso tiene tanto sentido la frase de Gómez. "La felicidad no se puede entender como un lugar de llegada, como algo externo que se alcanza o no", y tampoco "como algo que se tiene o no se tiene", como si fuera un gen de la alegría que toca en la lotería.
Meta y adaptación: no es un destino
Las diferencias culturales matizan aún más el cuadro. La propia psicóloga recuerda que, en la investigación clásica, la mirada occidental ha dominado la conversación: felicidad asociada a “emociones positivas sobre el pasado, el futuro y el presente”, a estar contento y satisfecho con la vida.
Sin embargo, cuando se pregunta a personas de distintos países qué implica para ellas ser felices, el mapa es más complejo. Un estudio coordinado por Antonella Delle Fave recogió definiciones de felicidad en países de varias regiones del mundo y halló un patrón llamativo: la respuesta más frecuente no era “alegría” ni “placer”, sino “armonía interior” y equilibrio.
Si en los países occidentales se repetían más términos como satisfacción o emociones positivas, en la India aparecían con fuerza palabras como paz o armonía. La ciencia respalda así la intuición que recoge Gómez: para muchas personas felicidad es menos fuegos artificiales y más no estar en guerra por dentro.
Armonía frente a euforia
En paralelo a estas voces, la psicología ha intentado “operativizar” la felicidad, convertirla en algo que se pueda medir y estudiar. Martin Seligman lanzó en 2002 una fórmula muy citada: F = R + C + V. En su versión en castellano, F es el nivel de felicidad duradera, R es el “rango fijo” o predisposición genética, C son las circunstancias de vida y V agrupa los factores bajo nuestro control voluntario.
No es una ecuación matemática en sentido estricto, pero sí una forma de recordar que hay piezas que heredamos, piezas que nos rodean y piezas que elegimos. Sobre esa fórmula se ha construido otro dato muy popular: la llamada “regla del 40%”.
La psicóloga Sonja Lyubomirsky propuso que, de forma aproximada, en torno al 50% de nuestra felicidad estaría vinculado a factores genéticos, un 10% a circunstancias relativamente estables (ingresos, estado civil, salud básica) y hasta un 40% a actividades intencionales, es decir, a cómo pensamos y actuamos en el día a día.
Es esa parte “V” la que, según la psicóloga, podemos trabajar para “asegurarte tu 40% de felicidad”.
El famoso 40% bajo la lupa
Meta-análisis sobre intervenciones de psicología positiva —ejercicios de gratitud, actos deliberados de amabilidad, escribir sobre el sentido de la propia vida— han mostrado mejoras significativas en bienestar y descensos en síntomas depresivos, aunque con tamaños de efecto pequeños o moderados. Son herramientas que, repetidas en el tiempo, inclinan la balanza.
El problema, como señala Gómez, es que “la mayoría de las veces no llegamos a ese 40%” porque nos frenan creencias del tipo “ya lo he intentado varias veces y no me ha funcionado, ¿para qué lo voy a intentar otra vez?”.
Ese guion interno encaja con lo que la literatura sobre indefensión aprendida describe: cuando interpretamos los fracasos como algo estable (“soy así”), global (“todo me sale mal”) e incontrolable, dejamos de actuar incluso cuando el cambio sí es posible. La fórmula de la felicidad se atasca así no en los genes ni en el contexto, sino en la lectura que hacemos de lo que nos pasa.
De ahí las cuatro claves que propone la psicóloga y que conectan bien con décadas de terapia cognitivo-conductual. “Olvídate de las etiquetas”, invita. Decirte “soy un desastre” o “soy incapaz” es convertir un rasgo puntual en identidad, lo que en estudios sobre mentalidad fija se asocia a menos perseverancia y peor rendimiento.
“Utiliza un lenguaje interno positivo” no significa repetir frases vacías, sino describir los problemas de manera específica y manejable. “Esta vez no me salió bien el examen” invita más al cambio que “soy tonto”.
La tercera clave, “siembra esperanza de cambio”, está muy cerca de lo que la literatura denomina autoeficacia: la sensación de que nuestras acciones influyen en los resultados. Programas que entrenan esa sensación —desde rehabilitación cardíaca hasta intervenciones laborales— lo asocian con mejores hábitos, mayor adherencia a tratamientos y más bienestar.
Y la última pieza. “No se trata de luchar contra los propios pensamientos negativos, sino de transformarlos”. Esto enlaza con enfoques de tercera generación como la terapia de aceptación y compromiso, que no buscan borrar lo incómodo, sino relacionarse de forma distinta con ello.
Hábitos que sí cambian cosas
Las emociones positivas no son solo la consecuencia de estar bien: también son un motor para construir recursos. La teoría del “broaden and build”, formulada por Barbara Fredrickson, propone que experiencias de alegría, serenidad o interés amplían momentáneamente nuestro repertorio de pensamientos y acciones.
Con el tiempo, consolidan recursos duraderos —relaciones, habilidades, resiliencia— que protegen frente a la adversidad. Cuando Gómez recuerda que la Psicología Positiva estudia “la forma en que la gente siente emociones positivas, muestra amabilidad y crea relaciones sanas”, está describiendo justo ese círculo virtuoso.
Eso no significa que el contexto (la “C” de la fórmula) sea irrelevante. Nacer en un entorno de pobreza, violencia o discriminación limita opciones de forma muy real, y la propia literatura de psicología positiva advierte contra el riesgo de convertir la felicidad en una obligación individual que ignore los determinantes sociales de la salud mental.
Lo que sí sugieren los datos es que, incluso dentro de márgenes estrechos, hay pequeñas decisiones —cómo nos hablamos, a quién pedimos ayuda, qué rutinas de descanso y conexión cultivamos— que marcan diferencias.
La herencia (R) también pesa, pero no dicta una condena. Hay personas con una mayor predisposición biológica a la ansiedad o la tristeza, como muestran estudios de genética conductual, pero incluso ahí se observan efectos protectores cuando se combinan fortalezas personales (humor, curiosidad, capacidad de amar) con redes de apoyo y entornos menos hostiles.
La Psicología Positiva nació precisamente para complementar, y no sustituir, el trabajo sobre trastornos y traumas: atender la herida y, a la vez, potenciar lo que ya funciona.