Imagen del Lago de Isoba.

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León

La Leyenda del Lago de Isoba y cómo el agua arrasó la falta de solidaridad

Las lagunas de montaña, lagos y zonas húmedas, al igual que las cuevas y otros accidentes de la orografía, eran desde tiempos paleocristianos lugares de culto sagrado

12 febrero, 2023 07:00

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Sabida es la leyenda de Pelayo, el eremita gallego que en el año 825 descubrió aquellas luces en Iría Flavia anunciando la presencia del cuerpo del Apóstol Santiago el Mayor. Y más conocido aún es el hecho de que, gracias a ese descubrimiento, el paraje de Campus Stellae se convirtiera pronto en uno de los mayores centros de peregrinaje de la Europa conocida. El problema entonces era que para peregrinar había que caminar, por rutas apacibles a veces, pero también por peligrosos territorios. Eran momentos en que la meseta castellana no era sitio seguro, dado su carácter fronterizo entre el cristiano y el moro. Múltiples incursiones sarracenas hacia tierras de León, contragolpes cristianos por donde se podía, batallas, razias, asaltos… y con ese panorama, el humilde peregrino no veía claro si la caminata a Santiago le saldría a cuenta, menos aun cuando el temible Almanzor dejó entrever su cimitarra desde tierras palentinas hasta León, e incluso llegando a Santiago de Compostela.

Así pues, los peregrinos, en pro de mantener su pellejo incólume, solían hacer el trayecto por zonas más escarpadas, pero todavía transitables, ya que seguían calzadas romanas, y que quedaban fuera del alcance del soldado musulmán. La solana (cara sur) de toda la cordillera Cantábrica, desde el Valle de Mena, Merindades y la Montaña Palentina, por ejemplo, fueron testigos del paso seguro de peregrinos.

Un día, un grupo de fieles caminantes que cruzaban por el valle del Porma, llegó a Isoba, una pequeña aldea leonesa en la linde con la región astur. Los hombres estaban fatigados y ávidos de llevarse algo a la boca. Así que no pensaron mucho antes de empezar a llamar a puertas y pedir una limosna por el amor de Dios con la excusa de ser peregrinos hacia Compostela.

“Dios los ampare” fue la seca respuesta desde el otro lado de la primera puerta, y de la segunda, la tercera y de muchas más. Estaban ya casi fuera del pueblo, quedando solo dos viviendas a las que llamar. En la primera les abrió un clérigo, que les dio de comer frugalmente pero no pudo alojarlos a todos por lo reducido del sitio. En la segunda les abrió una mujer mayor, tirando a anciana, y que supieron que era apodada “la pecadora” por la vecindad. La mujer, al contrario que el sacerdote, sí los podía alojar, pero no tenía nada de cena que ofrecerles, ya que se alimentaba solo de la poca leche que daba su única vaca.
A la desesperada, el cabecilla de la famélica cuadrilla pidió insistentemente permiso a la mujer para sacrificar a su vaca y que ella misma la guisara, asegurándole que recibiría buena compensación por ello. La mujer, recelosa pero convencida a la vez, accedió y se pusieron a ello.

Mientras cocinaba, la mujer fue invitada a recoger todos los huesos del bóvido en un cesto grande y al día siguiente le dirían lo que debía hacer con ellos. Y así lo hizo. Por su parte, los peregrinos, acabada la colación, se repartieron entre el cobertizo y el pajar de la casa para dormir. Al salir el sol, mientras ellos recogían sus cosas para continuar la marcha, la mujer se les acercó con los huesos de la vaca y ojos de interrogación. Los hombres le respondieron que los repartiera por todo el corral, como le pareciera. Una vez desparramados, el líder del grupo cerró los ojos y profirió una bendición al lugar, surgiendo instantáneamente una ternera de lo que antes era un hueso. La mujer, atónita, vio como su yermo recinto se llenaba con una bella y numerosa ganadería, y tras un grito de alegría, agradeció al cielo, y salió pitando a contárselo a los vecinos. Éstos, saturados de envidia, intentaron no solo insultarla y agredirla, sino robarle alguna de sus reses nuevas. En ese apuro, la señora salió presta a buscar a sus recientes huéspedes, a quienes halló no muy lejos del pueblo, en un alto, y les narró lo acontecido con sus convecinos. Indignado, uno de ellos se irguió de su postura, miró hacia el pueblo con una mano en alto y clamó con buen énfasis: “¡Húndase Isoba, menos la casa del cura y la de la pecadora!”. Fue terminar la oración, y un nutrido caudal descendió rugiendo de la montaña sumergiendo todo el pueblo excepto las dos moradas aludidas. Así nació el lago de Isoba.

Otra versión de esta leyenda reduce los varios peregrinos a uno solo y en vez de hambre con mucha sed. Tras la negativa de todos los vecinos de ofrecerle agua, lanzó una maldición por la que brotó agua de la montaña y anegó la aldea, naciendo el lago. Imaginamos que, si tan sediento estaba el caminante de esta versión, bebería del agua que él mismo hizo aparecer…

Las lagunas de montaña, lagos y zonas húmedas, al igual que las cuevas y otros accidentes de la orografía, eran desde tiempos paleocristianos lugares de culto sagrado. No en vano, a pocos kilómetros del de Isoba, en el Lago Ausente, se encontró una lápida con una inscripción latina que alude a algún enterramiento en aquel lugar. Más tarde, dentro de las creencias del medioevo, los lagos son lugares mitológicos, de magia y sacrificio, habitados por seres de fantasía y con tesoros en sus profundidades.

En el caso del Lago de Isoba, la historia con más fama es la de la joven de las carretas, que cuenta que iba la moza, por la orilla conduciendo su carro tirado por una yunta de bueyes. De repente, un enjambre de moscas molestó a los animales, que espantados hicieron volcar el carro cayendo todos al lago. La muchacha, en un intento por salvar la vida escarbó la tierra hasta que sus dedos salieron por el otro lado de la montaña. Así se explica la fuente de cinco salidas de manantial que existe en aquel sitio… Hasta los lugareños relatan que en noches de luna llena se oyen aún los mugidos de los cabestros y los alaridos desesperados de la zagala.