En los hospitales de nuestro país se encuentran numerosos niños de entre 3 y 18 años con enfermedades de larga duración. Enfermedades físicas, como la rotura de una pierna, un tratamiento oncológico o enfermedades psicológicas como puede ser un problema alimenticio o haber desarrollado alguna fobia. Por ejemplo, el miedo a acudir al centro escolar.

Dentro de los centros de salud existe un equipo de personas que se dedican a buscar el bienestar del menor. Desde el punto de vista sanitario están los médicos y las enfermeras para cuidarles, pero hay otro grupo humano que una gran parte de la sociedad no conoce. Ellos consiguen que un alumno ingresado en el hospital o enfermo en su propia casa pueda seguir con su curso académico sin temor a perder el año y tener que repetir.

Ese grupo de profesores, más bien de superhéroes, olvidados en muchos casos por el mundo, hacen una tarea harto complicada, pero a la vez muy útil y gratificante.

No solo están para seguir un proceso individualizado con cada alumno desde el punto de vista escolar, teniendo en cuenta su edad y el curso al que pertenezcan, sino que son los encargados de animarlos, apoyarlos y levantarlos cuando se sientan hundidos o desesperados.

Su labor es compleja. Cada estudiante tiene un temario y un nivel distinto con lo cual se tienen que poner en juego muchas estrategias de diversificación y personalización del aprendizaje.

Además, son el punto de unión entre los alumnos y los centros a los que pertenecen.
¡Aquí sí tenemos bastante tomate! En cada centro hay multitud de profesores que deben ponerse de acuerdo con ellos para que el alumno esté informado y al día con su asignatura.

Muchas veces por desidia, otras por falta de tiempo o exceso de tareas, ese proceso no se cumple. Es decir, los educadores no mandan la tarea correspondiente y el alumno puede empezar a descolgarse de su asignatura.

En estos casos el docente del hospital se debe comunicar o con el profesor, el tutor o el director de centro y exponer la situación.

A veces la respuesta es inmediata, y el profesor recibe su tirón de orejas correspondiente. Pero en otras ocasiones no pasa nada y la desesperanza, tanto del alumno como de los padres, es máxima.

Porque no solo tienen que lidiar con una enfermedad que ya de por sí es una carga para el niño y su familia, sino que se sienten impotentes al no ver un apoyo del centro académico al que pertenecen.

Si el educando está en su casa porque la enfermedad se lo permite, puede pasar lo mismo.

Él tendrá un profesor de atención domiciliaria, que acudirá a su casa unas horas determinadas. Siempre menos de las necesarias, porque económicamente la administración no se puede costear más y tendrá que ayudarle con el montón de asignaturas que tenga, con los posibles deberes y trabajos que vayan llegando. Siempre que los docentes colaboren claro.

Llegados a este punto, ya que nuestro país, en este aspecto, tiene un buen servicio de atención a los pacientes más jóvenes a nivel educativo, ¿no deberíamos los docentes colaborar y ayudar al máximo a que estos profesores puedan continuar con nuestra labor en unas condiciones donde hay una enfermedad presente?

O, por el contrario, ¿debemos desconfiar de ellos y dificultar su trabajo lo máximo posible?
La respuesta es clara, unos lo harán mejor que otros, pero no debemos dudar de su integridad y dedicación absoluta.

Son docentes que además tienen que acompañar en una enfermedad. En ocasiones se enfrentan a la dolorosa muerte de ese alumno al que acompañaban…

No creo que sean necesarios más motivos para facilitarles la tarea y mostrarles nuestra admiración y respeto.

¡Gracias a todos vosotros! Es un orgullo ser vuestro compañero.