¡O haces los deberes o te castigo! ¡Si no estudias, te quito el móvil! ¡O apruebas o te quedas castigado sin salir! Si nos diesen un euro por cada vez que hemos oído o pronunciado alguna de estas frases en nuestros hogares, muchos seríamos inmensamente ricos.

Lo mismo pasa en las aulas ¡Cállate! ¡Fuera de clase! ¡Vas a suspender! ¡No vas a llegar a nada con esa actitud! Son también frases muy escuchadas en los colegios.

Como docente, el primer día de clase llegas cargado de ilusiones y metas, pretendes llenar las mentes curiosas que están en el aula con los conocimientos que vas a impartirles. Idealizas tu trabajo sin reparar en el día a día.

Poco a poco la alegría del primer día puede irse transformando en monotonía. Dentro de un aula, parte del tiempo se invierte inevitablemente en mantener el orden y el respeto.

Ahí aparece el temido castigo.

La educación, sin lugar a dudas, ha cambiado. Hemos pasado de la letra con sangre entra al no me ralles viejo en unos pocos años.

Obviamente todo acto debe tener una consecuencia, pero ¿es el castigo un método eficaz para resolver un conflicto? ¿Es algo heredado en nuestra educación que se ha normalizado e instaurado en el día a día?

¿No ha de surgir la duda al producirse una infracción de las normas, ya sea en el hogar o en la escuela?

Puede que desde un punto de vista práctico y a corto plazo un castigo resulte efectivo, pero a largo plazo no es una de las mejores estrategias. Castigar, amenazar, gritar o humillar no son la mejor táctica para una educación integral ni para el futuro de nuestros hijos o alumnos.

El castigo en el adolescente genera resentimiento, revancha, rebeldía e incluso retraimiento. Y no es esto lo que estamos buscando cuando estamos educando.

Por ello, aunque resulte difícil, duro, incluso en algunos momentos frustrante y agotador, hay que buscar alternativas al castigo.

Es necesario acompañar al niño, al adolescente, al joven, dejarle que exprese sus sentimientos dándole confianza y tiempo.

En ese punto empatizar es crucial, debemos remontarnos al niño, al adolescente, al joven que un día fuimos y seguramente recordaremos que nos gustaba que los adultos valorasen lo que para ellos era una nimiedad y para nosotros un motivo de sufrimiento.

Si le quitamos importancia a sus problemas perderemos su confianza.

Todos sabemos que la adolescencia es complicada. Es un momento bonito, pero difícil. Pueden tener cambios de humor y rabietas.

En el momento en el que saltan las chispas no van a entrar en razón, nosotros como adultos debemos recapacitar, parar y esperar. Una vez que el asunto se enfríe se podrá tratar el problema de forma respetuosa y pacífica.

Hay que crear un ambiente propicio, ser flexibles, empáticos y hablar con ellos en positivo.

Muchas veces no entenderemos el motivo o el porqué de sus actuaciones, pero si conseguimos conectar y reflexionar antes de dar una respuesta a un acto inapropiado se podrá redirigir la mala conducta.

No olvidemos que somos espejos donde se ven reflejados. Y aunque nadie es perfecto, sí podemos hacer un esfuerzo, respirar hondo, controlar nuestros nervios y mal humor cuando meten la pata.

A largo plazo lo agradeceremos y nos lo agradecerán.