El humo se eleva mientras un edificio alcanzado por un ataque aéreo israelí se derrumba, en la ciudad de Gaza. Reuters
Hipocresía selectiva ante los conflictos del mundo
Resulta innegable que el conflicto entre Israel y Palestina merece toda condena. La muerte de miles de inocentes, en su mayoría civiles, es una tragedia humanitaria de primer orden que ninguna conciencia libre puede ignorar. Pero lo que sí conviene señalar, y con urgencia, es la doble vara de medir con la que ciertos sectores de la izquierda española —incluido el actual Gobierno— abordan este y otros conflictos.
Durante meses hemos visto a dirigentes políticos, organizaciones de base y colectivos radicalizados tomar las calles, ondear banderas, ocupar universidades e incluso justificar actos de violencia verbal y simbólica en nombre de la causa palestina. La intensidad del discurso, la dureza de los gestos y la teatralidad de las protestas no admiten comparación con ninguna otra causa internacional en nuestro país.
Y sin embargo, mientras esto sucede, el mundo arde en decenas de conflictos olvidados. Según el prestigioso proyecto UCDP de la Universidad de Uppsala, en 2024 se registraron 61 conflictos armados con participación estatal, once de ellos a nivel de "guerra". La cifra más alta desde que existen registros modernos. El Heidelberger Institut, que lleva la contabilidad más amplia, documentó 369 conflictos en 2023, de los cuales 220 fueron violentos y 22 alcanzaron la categoría de guerra.
Las víctimas son estremecedoras. Solo en 2024, en Ucrania murieron en torno a 76.000 personas en el campo de batalla; en Sudán, la guerra civil ha segado decenas de miles de vidas, con millones de desplazados invisibles en la agenda mediática; en la República Democrática del Congo, las milicias y la violencia étnica han costado decenas de miles de muertos en la última década; en Myanmar, la represión y la guerra civil han provocado centenares de miles de víctimas. Y podríamos seguir con Yemen, Etiopía, Nigeria, Siria o Haití.
En total, en 2024 se contabilizaron más de 58.000 civiles asesinados en conflictos armados, y uno de cada siete seres humanos estuvo expuesto a la violencia política. Pero en nuestras calles apenas se oyen consignas, pancartas o manifestaciones por esas tragedias. No hay concentraciones masivas por las aldeas arrasadas en Sudán del Sur ni por las matanzas en Tigray. No hay ocupaciones universitarias por los niños asesinados en el Congo.
La pregunta es inevitable: ¿por qué ese silencio selectivo? La respuesta, incómoda, es que una parte de la izquierda no actúa por principios universales de justicia o defensa de los derechos humanos, sino por una visión ideológica y utilitarista del conflicto. El caso palestino se convierte en un símbolo contra Occidente, Israel, Estados Unidos y, en última instancia, contra la civilización liberal que detestan. Por eso moviliza. Los demás conflictos, donde no hay "enemigo imperialista" que señalar, simplemente se invisibilizan.
Esa instrumentalización de la tragedia humana es una forma de cinismo político que debería indignar a cualquier demócrata. Porque si el dolor de las víctimas solo importa cuando sirve a una narrativa ideológica, entonces no hablamos de solidaridad, sino de propaganda. La verdadera empatía no se mide en función de banderas, sino en función de la dignidad intrínseca de cada vida humana.
Conviene recordarlo: condenar la violencia en Gaza es compatible con condenar la violencia en Ucrania, en Sudán o en Myanmar. Reivindicar los derechos del pueblo palestino no debería ser excusa para silenciar a los millones de desplazados africanos o a las minorías perseguidas en Asia. El universalismo que tanto proclama la izquierda queda en entredicho cuando se practica esta política de la doble moral.
España, como democracia consolidada, debería apostar por una política exterior basada en principios claros: defensa de los derechos humanos en todo lugar, exigencia de responsabilidad a todos los actores —sean aliados o adversarios— y solidaridad real con las víctimas, sin sesgos ideológicos. El sectarismo solo convierte nuestras calles en escenarios de agitación simbólica mientras millones de seres humanos siguen muriendo en el más absoluto silencio mediático. Al final, la gran pregunta es si queremos una política exterior que se guíe por valores universales o por intereses partidistas. La primera nos coloca en el lado de la civilización; la segunda, en el de la propaganda. Y la historia demuestra que las sociedades que caen en la trampa del doble rasero terminan pagando un precio muy alto, en credibilidad y en libertad.