Patera en Canarias

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Fronteras abiertas, impuestos cerrados

Juan José Valero
Publicada

En plena crisis demográfica, laboral y de identidad europea, la inmigración se ha convertido en una de las grandes fracturas del debate público. Y no porque migrar sea en sí un problema. Todo lo contrario. Según el liberalismo clásico —la filosofía que defiende la libertad individual como principio rector—, toda persona tiene el derecho natural a buscar mejores condiciones de vida y a desplazarse libremente, siempre que no vulnere los derechos de otros. Desde esa perspectiva, las restricciones migratorias impuestas por los Estados son, de hecho, una forma de represión ilegítima. Las fronteras políticas no deberían ser una barrera al legítimo deseo humano de mejorar su vida.

Ahora bien, una cosa es defender la libertad de movimiento y otra muy distinta es justificar una política de puertas abiertas sin control, sin criterio y sin exigencias mínimas. Porque mientras el liberalismo apuesta por la responsabilidad individual y el intercambio voluntario, lo que hoy promueven algunos gobiernos —como el español, con una deriva claramente socialcomunista— es una entrada masiva de personas que no vienen a trabajar ni a integrarse, sino a vivir del sistema. Y eso, lejos de ser un acto de justicia social, es una agresión directa a los derechos de los contribuyentes.

En España faltan trabajadores en sectores clave como la agricultura, la construcción o la hostelería. Una inmigración laboral, ordenada y regulada podría ser una medida de gracia para estos sectores y para la sostenibilidad fiscal del país. De hecho, en muchas zonas rurales, los inmigrantes han sido esenciales para evitar el colapso de economías locales. Pero no se puede ignorar que también estamos asistiendo a una llegada descontrolada de personas que no encuentran un puesto de trabajo ni generan riqueza, pero sí acceden a ayudas públicas, sanidad gratuita, escolarización sin límites y vivienda subvencionada. Todo ello financiado, claro está, por quienes pagamos impuestos.

Milton Friedman lo explicó con claridad meridiana: “No puedes tener fronteras abiertas y un Estado de Bienestar al mismo tiempo”. El modelo de protección social solo puede sostenerse si quienes acceden a él también lo alimentan. Cuando se permite que cualquiera acceda sin haber contribuido, el sistema se convierte en una fábrica de incentivos perversos, fomenta la dependencia y genera tensiones sociales.

El economista libertario Murray Rothbard fue aún más directo: permitir una inmigración masiva bajo un régimen estatista es una forma de redistribución forzosa que viola los derechos de propiedad. En otras palabras, si el Estado obliga a los ciudadanos a financiar servicios para personas que ni conocen ni han elegido ayudar, no estamos ante una sociedad compasiva, sino ante una maquinaria de saqueo institucionalizado.

Defender la inmigración no puede ser sinónimo de justificar el descontrol. Una sociedad libre necesita proteger sus principios: la responsabilidad individual, la igualdad ante la ley y la justicia en el reparto de cargas. Si un español tiene que cotizar durante años para recibir una prestación, no es justo que alguien que acaba de llegar acceda a ella sin haber aportado nada. Si pedimos sacrificios a unos, no podemos permitir privilegios a otros.

En lugar de políticas migratorias basadas en el buenismo o en el cálculo electoral, España necesita un modelo coherente, que priorice la migración productiva y no la asistencial. Un modelo que respete la libertad de movimiento, sí, pero que también defienda el esfuerzo de quienes sostenemos el Estado con nuestro trabajo diario.

Porque abrir fronteras sin cerrar el grifo del gasto no es solidaridad. Es irresponsabilidad. Y quienes pagan las consecuencias no son los políticos ni los burócratas: somos los ciudadanos que cumplimos, trabajamos y mantenemos en pie este país.