Constitución española.
La maldición del 78
España está inmersa en una relación abusiva con su propia constitución. Los ciudadanos, cual paladines arcangélicos de un paraíso prometido (aunque jamás otorgado), creen aprisionar la obligación individual y colectiva de defender los preceptos adheridos a un texto confeccionado entre prisas, traumas histórico-políticos e intereses contradictorios.
Los lingüistas arcanos (tales como Sir William Jones, iniciador de la Asiatic Society, o las plumas que materializaron la Enciclopedia Americana) señalaban que el sánscrito se erguía como la más perfecta de las lenguas creadas por el género humano: su precisión superaba las aristotélicas aristas odiseicas del griego y la riqueza lapídea del latín; asimismo, Gandhi arguyó que no había dilema espiritual que la reverberación entintada y milenaria del Bhagavad Guita, poema perteneciente a la epopeya india del Mahabharata, no pudiera resolver. No obstante, a ojos del ciudadano español promedio, que no está especialmente inmiscuido en los invernales vientos de la política y que permanece –justificadamente– ajeno a los tejemanejes del poder, la constitución del 78 pareciera aún más inalterable y augusta que cualquiera de las lenguas o textos previamente aludidos.
El vínculo entre el contribuyente y su constitución es uno viciado y sustentado en el desconocimiento: primero, el español no conoce el mal que un texto perfectamente falible está ejerciendo sobre la sociedad en la que habita (lo cual afecta irremisiblemente a su calidad de vida) y, en segundo lugar, el individuo cotidiano no contempla un posible cambio, otorgando así una bendición tácita a un pacto de estado que es de todo menos salutífero para su futuro.
Una de las estrategias esenciales de la manipulación emocional es la bajada deliberada de autoestima. El elemento tóxico siempre intentará que su pareja se sienta menos importante de lo que realmente es, tratará de menoscabar su espíritu y de sitiar su autoconfianza, el aislamiento se convertirá en el pan nuestro de cada día y el generador de toda la maraña de truculentas emociones y de tétricas inseguridades se venderá a sí mismo como la salvación a los males, supuestamente intrínsecos, de una persona profundamente dañada que, en realidad, no lo está, pero que debe sentirse de tan pésima guisa con el fin de que el manipulador se vea habilitado para llevar a cabo el ejercicio de su malsano control interpersonal.
El discurso que inoculan los políticos a la población con la connivencia ponderada de los medios de comunicación –epítome hogaño del manipulador, investido con alcance masivo empero– no se distancia de esta estrategia de deliberado descenso de la autoestima. El catastrofista político, poseedor de un complejo histórico, ensayará la venta de un escenario prácticamente apocalíptico, en el que la constitución es la fina línea que separa un país innatamente inestable del caos y la desaparición. La constitución surge, pues, no como el mal menor, sino como un elemento estabilizador para los problemas de un país de naturaleza extra-convulsa. Ante esta ideación falaz, hay que responder contundente con dos «noes» en dos contextos divergentes. No, España no es un país con unos conflictos irresolubles, ni está condenado al cainismo o al fracaso; y no, no hay que comulgar con las gigantescas ruedas de molino que propone la constitución y todas sus suicidas muescas para engendrar un proyecto viable de país.
La gimnasia mental quasi-espiritista que se ha de emprender para entender la legislación de 1978 como benéfica para los intereses de España roza la incongruencia, dado que se expresa prácticamente como un ejercicio de bilocación: para conciliarla hay que encontrarse en dos sitios a la vez. Como si fuera un «siddhi» (poder yóguico), el ciudadano ha de asumir que una constitución la cual, por ejemplo, concede una sobrerrepresentación con respecto a su número real de votos a partidos independentistas en el congreso (causa matriz del permanente problema tocante a la formación de un gobierno estable tras cada elección y desencadenante de que el separatismo dé pasos hacia su objetivo final en todas las legislatura, ya que sin la satisfacción de sus prebendas, no existiría coalición ni se firmarían presupuestos), que divide al país en comunidades autónomas fuertemente diferenciadas en un estado adolescente de un profuso historial secesionista irresuelto, cimenta privilegios y desigualdades entre coterráneos o impide la elección directa de los gobernantes por parte del pueblo (véanse los planteamientos de García-Trevijano concernientes a la instauración de una partitocracia que reemplazaba la democracia) es perfectamente compatible con un «logos» fundacional.
La Constitución del 78 tiene que ser fuertemente revisada, puesto que su carácter es suicida. Para ello, el votante debe dejar de venerarla y comprender que hay vida allende los mares del chantaje de unos políticos que son, como de costumbre, los inmediatamente beneficiados.
Rompa con lo establecido.