Santos Cerdán, el pasado 28 de mayo en el Congreso de los Diputados. Europa Press
¿Merece la pena?
Dice Gabriel Rufián que a un gobierno no se le puede tumbar "por esto". Entendiendo por esto el caso Cerdán, y por éste el cabecilla de una argolla de presuntos delincuentes, sustantivos socialistas del gobierno de Sánchez.
De la proposición del político catalán deducimos el siguiente silogismo: Si a un gobierno no se le puede juzgar por la corrupción de algunos de sus componentes (premisa mayor) y todos los casos de corrupción en el gobierno son, casualmente, de "algunos" de sus componentes (premisa menor), se concluye que ningún gobierno debería ser juzgado jamás porque la corrupción siempre es culpa de "otros". Aunque esos otros formen parte de un ente común.
No obstante el leitmotiv del autodefinido charnego es otro que todos conocemos (no hay mayor compromiso que la de un converso), prescindiendo de innecesarias especulaciones, está en línea con la impunidad sistemática de la corrupción en España.
La libertad de expresión y pensamiento, de la que carecen nuestros políticos, tiene un precio.
Sin riesgo a cometer una infamia afirmamos que el poder corrompe y no lo decimos ni tú ni yo sino, en su momento, Lord Acton: la experiencia no parece desmentirlo.
Aunque el soborno, la malversación, el cohecho, el nepotismo y demás formas de degeneración política no son parcela de ningún estado ni forma de gobernarlo, en el caso de España, por las fisuras del oportunismo político, no escasean los escándalos.
Por la senda constitucional, sonaron los protagonizados por los tutores legales de Isabel II (ya su madre dio los primeros pasos) a toque de silbato del ferrocarril; los pactados pacíficamente en la Restauración, precursores de la partidocracia en que nos encontramos; y los incontables casos (GAL, Filesa, Roldán, Gürtel, Malaya, Pujol, ERE, etcétera) al paso alegre de la transición a la democracia devenidos con el cambio de siglo.
Es llamativo que en las dictaduras (la corta y la larga) no sean significativos.
Ante la falta de consenso en lo que atañe a la naturaleza humana (véase la dicotomía Rousseau-Voltaire) en los ancestros culturales cristianos, existe una vía intermedia que plantea la presencia de ambas condiciones en un mismo ser. Solo dependerá del lobo que alimentes, según la fábula indígena que personifica en tan fiero animal el bien y el mal, que el ser humano sea bueno o malo en esencia.
Frente a estas hipótesis, el corrupto ¿nace o se hace?
Si como dice el cuento en nuestros genes están contenidos la filantropía y el egotismo, a partes iguales, podría ser producto de la civilización que el lobo bueno triunfase.
De esta manera, no obstante pese a Rousseau, el altruismo sería resultado de la cultura, por ende, quien tiene todas las papeletas para ser corrupto, es decir, malo (entiéndase la metonimia) está alejado de la misma.
Sin embargo, los hechos demuestran cómo, a pesar de las buenas condiciones, algunos venden el alma al diablo para gozar de los placeres inmediatos activando la dopamina en beneficio propio. En el camino se olvidan de la virtud y de lo que haga falta.
La aceptación social interesada o inconsciente de estas conductas alivian el insoportable complejo de culpa que debieran soportar.
La laxitud de la justicia con la corrupción permiten la osadía del corrupto.
Frente a la corrupción, tolerancia política y jurídica cero. De esta manera los corruptos se lo pensarían dos veces.
¡Ah! Y que se devuelva el dinero.