El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, ofrece una rueda de prensa con motivo de las solicitudes recibidas de las Becas SERÉ, en el Palacio de Parcent.

El ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños, ofrece una rueda de prensa con motivo de las solicitudes recibidas de las Becas SERÉ, en el Palacio de Parcent. E.P

Reformas a medida: la Justicia como rehén del poder

Fernando Luna
Publicada

 La imagen de jueces y fiscales dejando sus despachos para manifestarse en la calle no es habitual. Representan la neutralidad institucional del Estado de derecho y su deber exige discreción. Que hayan convocado un paro —todas las asociaciones judiciales y fiscales salvo las más próximas al Ejecutivo, como Juezas y Jueces para la Democracia y la Unión Progresista de Fiscales— revela un momento excepcional: las reformas que impulsa el Gobierno no son neutras, sino una amenaza directa a la independencia judicial.

No es una lucha gremial ni ideológica. Está en juego el equilibrio institucional. La reforma del acceso a la carrera judicial y fiscal, la entrega de la instrucción penal a la Fiscalía sin modificar su estatuto, y la creación de un centro de formación controlado por el Ejecutivo responden a una estrategia más amplia: situar a la Justicia bajo influencia del poder político.

La conocida como "ley Bolaños", tramitada por vía de urgencia sin justificación, plantea una vía alternativa de acceso a la carrera judicial y fiscal para quienes hayan ejercido como jueces sustitutos o acumulen cinco años de experiencia. Pero lo decisivo es la creación de un nuevo Centro de Estudios Jurídicos dependiente del Ministerio de Justicia, que seleccionará y formará a futuros jueces, fiscales, abogados del Estado y letrados judiciales. Es decir, quienes deben controlar al poder serían preparados por él.

Hasta ahora, el acceso se basaba en una oposición exigente, fundada en mérito y capacidad. Introducir una doble vía —una independiente y otra supervisada políticamente— rompe ese equilibrio. No se trata de alarmismo: ningún país europeo serio permite que el Gobierno controle el acceso a quienes luego pueden juzgarle.

El segundo frente de la reforma es aún más grave: otorgar la instrucción penal al Ministerio Fiscal sin modificar su estatuto. A diferencia del juez, el fiscal no es independiente, sino que depende jerárquicamente del fiscal general del Estado, designado por el Gobierno. Pedro Sánchez lo dejó claro: "¿De quién depende la Fiscalía? Pues ya está".

Esa frase no tranquiliza: inquieta.

Si quien decide qué se investiga y cómo depende del Ejecutivo, la separación de poderes se convierte en una ficción. No se trata de una mejora técnica, sino de un retroceso institucional: la instrucción es la base de todo proceso penal. Ponerla en manos del Gobierno, aunque sea de forma indirecta, convierte la Justicia en un instrumento de poder.

Estas reformas no fortalecen el sistema: lo debilitan. Y llegan justo cuando el Gobierno afronta casos de corrupción que afectan a su entorno cercano. En lugar de más transparencia, se opta por redibujar las reglas del juego para situarse en posición ventajosa. La coincidencia entre el calendario judicial y el legislativo no es casual: es deliberada.

Tampoco es casual que estas reformas se activen tras la discutida renovación del Consejo General del Poder Judicial, tras cinco años de bloqueo. En lugar de aprovechar la ocasión para reformar su sistema de elección y despolitizar la Justicia, se optó por mantener el reparto de cuotas. Pactado el órgano, se aceleran los cambios normativos. El patrón es evidente.

Jueces y fiscales no protestan por privilegios. Han advertido durante semanas del alcance de estas reformas, han pedido diálogo, han presentado informes. La respuesta del Gobierno ha sido propaganda: presentar la protesta como un gesto reaccionario frente a la modernización. Y no lo es. Modernizar no es controlar. Modernizar la Justicia es dotarla de recursos, estabilidad e independencia. Controlarla es politizarla. Y eso no es progreso: es regresión democrática.

La colonización institucional rara vez llega de golpe. Lo hace por acumulación: una ley parcial, una reforma discreta, una vía de urgencia. Cuando todas las piezas encajan, el daño ya está hecho. Esta huelga no es un gesto simbólico ni una excentricidad corporativa. Es una advertencia. Si no se frena esta deriva ahora, pronto puede ser demasiado tarde.

La protesta judicial no es una anomalía. Es un acto de responsabilidad democrática. Porque cuando el poder logra colocar a jueces y fiscales a su servicio, la democracia pierde su sistema de garantías. La Justicia debe ser independiente del Gobierno. Si eso se rompe, todos los ciudadanos quedan indefensos. Esta huelga no defiende a la judicatura: defiende el Estado de derecho.