Imagen de la Guardia Civil en un rescate en Peñalara.

Imagen de la Guardia Civil en un rescate en Peñalara. GC

Esa llamada

Manuel Ruiz del Campo
Publicada

En Junio a veces hay nieve en Madrid. Sobreviven algunos neveros más allá de los dos mil metros. Por Peñalara queda hielo para unas copas.

A mediados de junio, rescataron a un abuelete de una de las cumbres. La historia no se ha conocido por todo el lío este que tenemos con la política, pero se merece unas líneas.

Con ochenta años todavía está ágil y hace ejercicio; su última San Silvestre fue hace dos años. No era una locura lo de darse una vuelta por la sierra. Fue un accidente, no una negligencia. Una conjunción de nubes, presiones y circunstancias lo dejaron aislado en un collado. Las previsiones fallaron, la lluvia y el mal tiempo se alejaron horas y horas de los pronósticos. Aguantó sereno dos plátanos y tres barritas del Mercadona, de esas de fibra. Luego el desgaste, la temperatura bajó y su cuerpo gastaba cada vez más energía en calentarse. No se preocupó mucho al principio, incluso le hacía gracia.

La tormenta de masa convectiva se puso chunga. Qué llovía sin parar, hacía frío y cómo debe estar esto del clima para en verano tener tal tormenta, aunque tormentas ha habido siempre. Pero, y qué sé yo. El caso es que el tiempo se puso como se puso y el abuelo ya empieza a preocuparse. En casa no le esperan a ninguna hora en concreto, lo conocen y no le hacen mucho caso. Los comentarios: un día sube y no baja, en una de esas le da algo, no lo hizo de joven y lo hace de viejo, le vienen a la cabeza y después de cinco horas en el hueco entre dos pedruscos le parece real acabar ahí. Intenta llamar pero la cobertura va y viene, no sabe nada de llamadas de emergencia.  Es una tormenta de verano, parará. Pero no para y sólo amaina un poco a las seis horas.

Intenta llamar pero se le emborronan los números, tiene que entrecerrar los ojos y entre las pestañas apenas distingue el 6 del 8. Las gafas no le valen. Se preocupa. Ya no tiene gracia. Frío. Sin cobertura.

A las siete de la tarde, cuando debería ser de día, todo empeora, la temperatura baja y baja, la lluvia vuelve sin descanso y el abuelo se arrellana entre las rocas, encogido de hombros con los brazos alrededor de su cuerpo, la barbilla baja, pensando en los libros por leer.

No le vienen a la cabeza sus hijos, no se pregunta si le están echando de menos. Lo harán cuando ya sea tarde, quizá por la noche, pero ni aún así sabrán donde buscarlo. Las primeras veces decía donde iba pero después, cuando ya eran usuales sus salidas, dejó de decirlo y dejaron de preguntarle. No arriesgaba, iba por pistas señalizadas, había casas cerca, pueblos, gente, nada peligroso. Decidió salir, no debería serle difícil encontrar vida ahí fuera, llegaría mojado eso sí, mucho, enfermaría después, tendría neumonía aunque saldría de ella y, al tiempo, luego de fallecer contaría su familia que después de aquello ya nunca fue el mismo, que se quedaba más en casa, que iba a donde los jubilados y todos muy felices sin verle arriesgar su vida corriendo por ahí. Le parecía justo, salir, mojarse, caminar, acercarse a un pueblo, sufrir esa neumonía y entrar en la vida de las partidas de dominó con los abuelos de Vallecas. Un pacto aceptable.

No le pidió permiso a su cuerpo. Cuando se levantó del rincón lo que parecía claridad y serenidad se volvió mareo y confusión. Suponemos que los ochenta años hacen su trabajo y ya no se desempeñan igual los sistemas circulatorios, que hay sustancias que no llegan como deberían a su destino, que al cerebro le falta azúcar, a los nervios y tendones agua y a la vida le falta vida. Así que el abuelo vuelve a su sitio, se sienta rápido con la respiración funcionando a trozos, con dolores, pero a cambio recupera un poco de vista y de consciencia. Recurre a su teléfono, marca. No hay señal. Lo intenta con pocas ganas. Y a la cuarta o quinta consigue que aquello funcione.

Descuelgan el teléfono a quinientos kilómetros.

Contesta una señora, una abuela, setenta y cinco años. Sólo unas palabras: tengo frio, no estoy bien, necesito ayuda. Lo reconoce. Despiertan en su memoria los recuerdos del hombre que conoció hace treinta años y con el que mantuvo una relación efímera, e intensa. Tan intensa que esas siete palabras reviven de nuevo el año que pasaron juntos. Instantáneo.

Es seguro que se puede explicar qué mecanismos fisiológicos producen el revivir de un pasado lejano como si fuera ayer. Como demencia senil. Pero la abuela que recibió la llamada no sufría ningún trauma y en un segundo volvió a estar junto a él, esta vez a través de una señal inalámbrica.

No hubo más palabras. La abuela paralizada, fue su nieto cerca quien gestionó la crisis, llamó a urgencias y consiguió que se localizase al abuelo, también quien contó parte de esta historia en un foro. Hemos hablado con el abuelo y nos dice que recuerda entre poco y nada. Su mujer enfoca esto casi como un asunto de cuernos y los hijos le han hecho firmar no sé qué papeles.

Sospechamos que hay más. Estamos en ello.