Nazarenos de la Esperanza de Triana en la calle Pureza
Aquel Sur
Ni reniego de la luz del Sur que añoraba Blas Infante, la de los hombres que a los hombres alma de hombres les dio, ni me siento tributario del Sur vocinglero, chauvinista y exagerado, entre la caricatura y el esperpento, en los días de faralaes, de chiringuito y de sol y playa.
Yo sólo hablo de un Sur que me forjó, de un Sur interior, de un Sur de veranos calurosos cuando el calor era, simplemente, insoportable y no una consecuencia del cambio climático. Sólo puedo hablar del Sur que mejor conozco, el de mis primeras soledades, el de mi barrio de las noches de ajedrez, el del barrio en el que conocí a algunos mineros del plomo, jubilados prematuramente por los efectos de la silicosis. Hablo de un Sur que solo yo conozco, de un Sur que pudo haber sido distinto pero que no lo fue, del Sur de mi adolescencia imposible y del Sur que simplemente acabó siendo mi Sur.
Aun así, casi libre de lastres, pero no de memoria, cada primavera, por estas fechas de ramas de olivo y de palma recuerdo aquel Sur lejano, de procesiones y de calles repletas. Rememoro el Sur de los días previos de Cuaresma, el de los viernes de tortilla de espárragos silvestres y de potaje de panecillos (para no pecar), el de los ayunos hasta medio día, a los que yo trataba de sumarme con entusiasmo, como coartada perfecta para seguir con mi costumbre de no comer, y que mi madre impedía diciéndome que en mi caso estaba exento porque llevaba ayunando desde el mismo momento de mi nacimiento.
Era un Sur de pantalón corto, cogido de la mano para no perderme entre el gentío de la calle Tetuán, esperando a ver si había suerte y alguien se arrancaba desde algún balcón cercano con una saeta. Era el Sur de la caminata hasta el final del Paseo de Linarejos, donde el Nazareno impartía la bendición con su brazo articulado, que yo intentaba ver a hombros de mi padre. Los primeros movimientos provocaban el estallido fervoroso de los aplausos, que nunca llegué a entender viendo a Dios coronado de espinas a punto de ser crucificado, porque muchas veces habíamos escuchado de nuestros abuelos que ese día, además de ayunar o de no comer carne, no era día de alegrías, ni se ponía la tele, ni se cantaba.
La noche del Viernes Santo era el triunfo de lo imposible para un andaluz que ejerza como tal, era el triunfo del silencio sobre el ajetreo y el alboroto de la mañana. Imperaba la escena solemne de Cristo Yacente entre cirios y olor a incienso y a cera quemada, bajando por la legendaria calle del Pontón. Si llegábamos pronto y los planes no se descomponían antes por las discusiones y trifulcas de mis padres, casi siempre por no encontrar aparcamiento, nos colocábamos en la esquina donde la Compañía de Reserva General de Policía Nacional, "la Trece de la Enira”, realizaba un milimétrico y espectacular giro, cruzándose unos gastadores con otros, sin rozarse, para tomar de frente el Pasaje del Comercio hacia la Corredera.
De la Compañía Trece recuerdo aquellos desfiles impresionantes de Semana Santa en el Paso del Santo Entierro ante la admiración de los linarenses, orgullosos de albergar en su ciudad a una de las 22 compañías de antidisturbios que existían en España, y posteriormente los dramáticos acontecimientos tras su intervención en los disturbios provocados por el cierre de la fábrica de Santana. Quizás entonces empecé a entender la endeble línea que separa el aplauso desmedido del desprecio despiadado. La Trece se disolvió y se fue de la ciudad al comienzo de los 90.
De aquel Sur aún puedo sentir el agradable recogimiento, durante la vigilia de Resurrección del sábado, en la capilla mínima de las Carmelitas Descalzas, a la que desde pequeños nos llevaban un día, cada año, caminando desde el colegio para recordarnos que éramos polvo y que en polvo nos convertiríamos. Recuerdo el primer año del ritual con angustia. Cuando supe que las cenizas no eran de un muerto y que lo de convertirme en polvo no era inmediato, acudí los siguientes años mucho más predipuesto a cumplir con el rito. El convento de monjas de clausura era moderno, pero su capilla era acogedora. Los cipreses que lo circundaban tenían frito a mi abuelo Juan, porque las ramas invadían el pequeño patio de su casa. De adolescente acudí a aquella capilla en algunas ocasiones, siempre con mil preguntas y con más dudas que certezas.
Aquel Sur no ocupa ningún lugar en el mapa, sino en mi memoria. Aquel Sur no es la foto estereotipada de las agencias de viajes prometiendo sol, mar, nieve y montaña. En aquel Sur sí había tormentas, aunque hoy el tiempo y la distancia lo mantienen en calma, en un rincón agridulce del desván de mis recuerdos, que en ocasiones desempolvo por estas fechas a ritmo de tambores y cornetas.