José Luis Ábalos

José Luis Ábalos

Ábalos a la vez en todas partes

Raúl R. Méndez
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Estoy harto, se lo prometo. No paro de encontrármelo. De Ábalos, estoy hablando, que es como esa exnovia resentida con la que uno termina mal; de esas que reclaman, en acusaciones cruzadas, en un arrebato de furia infantil, hasta el dinero desembolsado en las cenas de la Tagliatella y las rosas rojas de San Valentín.

Uno reza para no volverla a ver jamás, pero aparece luego hasta en la maldita sopa: en la sección de conservas del supermercado, en el parque, en la sala de espera del dentista, en una charla con un coach motivacional, en los aseos del centro comercial. Donde sea. Y parece que lo hace a propósito.

Pues con Ábalos ocurre igual, salvo que no se trata de un amor de verano sino de todo un exministro. Y también se lo encuentra uno en todas partes: en el telediario, en la radio, en la prensa, dándole una patada a una piedra, quemando asfalto con un Range Rover adquirido con el IRPF de un contribuyente al azar, en la graduación de una de sus favoritas, en el Supremo, con Vito Quiles, en un canutazo del Congreso asegurando su inocencia y su nula culpabilidad en cuantos presuntos delitos pudieran atribuirle.

Ábalos está a la vez en Nueva York, Chicago, Miami y Orlando. Se teletransporta, como si se tratase de un truco de magia de prestidigitador. Ábalos es un superhéroe, de esos capaces de jugar con las leyes del multiverso. Tan pronto anduvo comprando propiedades en Perú, apunta la UCO, como charlando con Aldama, Koldo o vaya usted a saber con quién, dónde, cómo, cuándo y sobre qué.

Ábalos tomó un café con Audrey Hepburn, jugó a los bolos con Brad Pitt y se presentó a Pasapalabra y Supervivientes. José Luis estudió cinco carreras, trabajó como asesor en la Casa Blanca y ganó Eurovisión. También su amplio currículum lo llevó a dar la vuelta al mundo en ochenta segundos: Roma, París, Atenas y Tokio en lo que uno va y dice "mascarillas". Cuando crees que lo ves, cruza la pared, hace "chas" y aparece a tu lado, que cantarían Alex y Christina.

Ábalos regenta un próspero negocio en la plaza de su pueblo. Bar musical, restaurante, cafetería, bolera, todo en uno. Toca música folk todos los miércoles, jueves y viernes a cambio del módico precio de una consumición. Se viste de artista contracultural de los sesenta y rasga las cuerdas de la guitarra como si no hubiera un mañana. Él es rocanrol, fiesta, alegría, todo lo que está bien en esta vida.

Ábalos tiene un Óscar, un Grammy, varios Goya escondidos en el armario, y hasta un Nobel de Literatura. José Luis ha ido al espacio, conquistado otras galaxias, Marte, los anillos de Saturno y combatido con Darth Vader.

Iba yo caminando por Lisboa el otro día y resulta que también me pareció ver a Ábalos. Y no una sola vez, sino varias: comprando pasteles de nata, saliendo de una tienda de ropa de lujo, entrando luego a un hotel de cinco estrellas en plena Avenida da Liberdade, o a un ático premium en la misma calle que quizá también tenga a su nombre, si la Guardia Civil escarba un poco más donde es debido. Pasa que fue imposible distinguirlo con claridad, y por eso me ando con medias tintas y ninguna certeza: aún no sé si se trataba de nuestro ya sonado José Luis o de la enésima reescritura de Tony Montana; aunque, eso sí con evidente aire español.

¿Saben qué es lo peor de toda esta historia? Que por mucho que relean y relean cada ironía medida con compás en este artículo no podrán estar seguros de que Ábalos no lo hiciera, no lo haga o no lo esté haciendo ya.

No, qué digo: lo peor es que él, y no otro, era hasta hace no mucho la mano derecha de Sánchez al frente de este condenado país. Por si sobraban razones para aplaudir la gestión de Pedro, que vino a combatir la corrupción y ha terminado rezando para que se siga hablando de todo salvo de las aventuras de José Luis y, por extensión, de la corrupción de su Ejecutivo al completo. Porque ya saben que los abuelos siempre llevan la razón: dime con quién te juntas…