Karla Sofía Gascón paseando por las calles de Madrid. Gtres
Karla Sofía Gascón, algo más que unos tuits
Prometía ser la elegida. Lo tenía todo a su favor. Karla Sofía Gascón sintió en la punta de los dedos el frescor del metal de la estatuilla dorada. Pero para su desgracia, la Academia no pudo permitirse poner un pie fuera de la ciénaga woke en la que han convertido la cultura y a Occidente en general. Y, siguiendo las directrices pseudomoralistas que se les impone para no ser cancelados, sus propios compañeros de profesión acabaron ridiculizando en vivo y en directo a lo que originalmente vieron como el instrumento perfecto para una nueva exhibición libidinosa de falsa tolerancia.
Tengo la firme creencia de que si aquellos tuits nunca hubieran existido, Karla Sofía Gascón estaría en posesión del Óscar a mejor actriz. Era la primera transexual de la historia en ser nominada. No era necesario ni siquiera evaluar el papel –cuestionable desde el punto de vista artístico– con el que dio vida a Emilia Pérez. Había transicionado y con eso bastaba. Era parte de una minoría oprimida y por tanto fetiche natural de políticos y grandes corporaciones.
Sin embargo, la industria cinematográfica no ha podido colgarse la medalla esta vez, pues la falta de corrección política de Gascón parece no adecuarse a los axiomas socioculturales de la tiranía posmoderna. Y consecuencia de ese comportamiento irreverente, se puso en marcha la policía de la moral para aplicar con toda dureza la ley –porque, al paso que vamos, será ley– de la interseccionalidad.
Y así, la turba occidental embobecida dictó sentencia, legitimando una vez más el linchamiento y la cancelación posterior de aquel que ha cometido la osadía de discrepar del discurso ideológico y moral establecido.
Quizá Gascón debería haber explorado otros gremios antes de intentar plegarse al proselitismo tóxico del mundo de la cultura y sus acólitos institucionales. Pero no se preocupen, pronto le será concedido el indulto. Su condición lo permite.
De todo este embrollo mediático tiene también culpa Karla Sofía Gascón, que se prestó a filmar un largometraje que apologiza el identitarismo del que después ha sido víctima. Y es que, tanto la película de Emilia Pérez como la nominación de su protagonista son absurdas de principio a fin.
La cinta no es más que el reflejo nauseabundo de la deriva errática del gran capital socialdemócrata –del que forman parte la industria del cine y el mundo de la cultura en general–, cuyo principal propósito es el de poder ejercer control social incidiendo sobre minorías históricamente oprimidas para, aprovechando una condición determinada, extraer el néctar económico resultante de la vulnerabilidad original de dichos grupos.
Y esto no es nada nuevo, sino que desde hace décadas se sigue la misma estrategia cuya matriz reside en exponer diferentes dicotomías en las que de un lado se sitúa al opresor y del otro al oprimido. Ya lo intentaron con las mujeres, a las que, con siglos de grave discriminación a sus espaldas, exhibieron hasta hace poco ante el mundo como frágiles muñecas de porcelana que necesitaban de la solidaridad compasiva de instituciones y medios para poder sobrevivir a una sociedad machista que les restaba derechos.
Cuando ese discurso recalcitrante se desmoronó por la dificultad de control ideológico de un grupo poblacional tan grande, decidieron explorar minorías más manejables a las que poder capitalizar. Les llegó entonces el turno a los transexuales. Y qué mejor manera de transmitir una idea que con un buen taquillazo que aglutine el mensaje incongruente de algunos capos del lobby transgenerista acerca de lo que una reasignación de sexo –con sus estereotipos sexistas de género incluidos– puede hacer con un alma execrable y sanguinaria.
El espectador acaba empatizando con Emilia Pérez, una mujer de plena bondad cuyo propósito vital después de la vaginoplastia es la redención de su yo predecesor, que, encerrado en el cuerpo del jefe de un cártel mexicano al que le brillaba el rostro por la grasa acumulada, florece repentinamente y alcanza una nueva y virginal realidad sobre la que ya no pesa un pasado de vidas arrebatadas, extorsiones y violencia. Y ni rastro de la grasa acumulada.
Ese cambio físico, con nuevos y mejorados atributos emocionales, se venden en la película tan asequibles como ir a hacerse las uñas a la esteticista del barrio. Sin mención alguna a la salud mental, lo único necesario sería una suma de dinero encima de la mesa y el deseo de renacer como una mujer completa, es decir, con pelo largo, vestido, tacones y la fragilidad emocional propia del sexo femenino. Teoría queer en estado puro.
Esta ligereza con la que caricaturiza el director la difícil situación que atraviesan en el mundo real las personas con disforia de género es consecuencia del germen capitalista posmoderno –o posmocapitalista–, que en las últimas décadas ha infectado luchas populares loables y necesarias, entre otras la de las minorías sexuales, transformándolas en movimientos estructuralmente modificados en base a intereses corporativos, entre los que no figura el bienestar real del individuo, sino que lo que buscan es el beneficio económico por medio, entre otras cosas, del control y la manipulación social.
No nos debe extrañar que la contranarrativa de esta tergiversación social se pronuncie en boca del sector ultraconservador, pues son ellos los que, aprovechando el ardor popular y la división que han generado las falsas banderas, nos dirán con algo de razón que el progreso social jamás existió.