Una pareja de agapornis en una foto de archivo.

Una pareja de agapornis en una foto de archivo. Shutterstock

En cautividad

Manuel Ruiz del Campo
Publicada
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Después de cuatro meses con dos agapornis que le regalé a mi hijo, es imposible no ver paralelismos entre estos animales y los animales del resto de la casa. Uno de ellos el que esto escribe.

Están ahí en la terraza, sueltos . Una terraza más grande que la media, no sé, quizá diez o doce metros cuadrados. Es grande si eres un pájaro de cincuenta gramos de peso.

Lo primero que hicieron cuando les abrí la jaula, con la terraza cerrada claro, fue intentar huir. Rabiosamente, con un vuelo errático, quizá porque habían pasado toda su vida en una jaulilla pequeña y sus alas no eran lo suficientemente consistentes, salieron disparados contra el vidrio que los separaba de la rotonda que tenemos enfrente de casa.

Lo intentaron varias veces, en varios días, hasta que al final asumieron que aunque parecía que podían llegar al otro lado, sería imposible que esto ocurriese; por aquella fuerza fantasmal que los separaba de ello. Fantasmal porque si me imagino yo como un agapornis, es como definiría esa cosa transparente que a priori no existía. Una contradicción cuya aceptación me permitía continuar viviendo.

Vale, estamos aquí, a un lado hay un material duro, rojo, surcado por líneas de otro material gris que se desmenuza y que une las partes rojas. A ver, ladrillos y cemento quiero decir, es como si hablasen los pájaros, es lo que piensan. A un lado tenemos los ladrillos, lo duro, la casa, que se ven y se sienten. Al otro lado la fuerza transparente misteriosa, que transmite los rayos del sol y el sonido de maquinas que dan vueltas en eso que vemos, la rotonda. Y que está claro que no podemos atravesar. Quizá tardaron dos meses, tras una docena de golpes que sonaban dolorosos, en saber hasta dónde llegar.

Al final lo asimilaron, es lo que hay.

Busquemos comida. Esta se ve clara, todos los días aparece en cuencos de plástico y el agua esta limpia y a días alternos se nos aparecen misteriosas tentaciones que no habíamos probado: manzanas, coliflor (los troncos duros que nadie come), brócoli, judías verdes, plátano (solo una vez porque casi se me ahoga uno al pegársele en la garganta, la textura les impide tragar)…

Fue más agradable aprender sobre la comida que sobre la fuerza transparente misteriosa.

Todos los días se acercan con cautela, saben que si vuelan hacia ella y no frenan a tiempo duele. Aún así viéndolo desde fuera, el animal que esto escribe piensa que cuando los agapornis están pegados al cristal, recibiendo los rayos de luz, realmente tienen sus pensamientos en el otro lado, sin importar la comida que tengan a su alcance dentro de casa, ni del calor, ni de lo que se me antoje que desea un Agaponis. Se intuye, viéndolos, que desean salir, por algún motivo, instinto, naturaleza, lo que sea. Ahí están Ariel y Coa deseando salir al cielo de Madrid, en invierno a cero grados sobre una rotonda; quizá a morir de hambre y frío a las pocas horas.

Yo me acuesto a las doce de la noche porque a las siete y media de la mañana me levanto, porque he de llevar al niño al colegio, porque entro a trabajar a las nueve. El vidrio que separa a  Ariel y Coa de su rotonda, es el mismo que me confina, dentro del coche, de camino al trabajo. El mismo que me aísla, dentro de la oficina, de las demás oficinas. Incluso es el mismo que llevo en las gafas y que me excluye de todo lo que me rodea.

La comida me sobreviene cada mes, mi coliflor, mi brócoli, mi veterinario…

Me pregunto cuál es la rotonda a la que yo no puedo llegar. Y aventuró que tengo una detrás de cada cristal: mi casa, el coche, la oficina, mis gafas, las gafas de mi mujer, el cristal de la oficina de mi jefe, el cristal del avión que vuela sobre mi en estos momentos destino al caribe, o no. Incluso el cristal que me separa de las agujas de mi reloj.

La semejanza invita a imaginar que quizá como Ariel y Coa, puede que muera a las pocas horas de llegar a mi rotonda particular. Pero es que yo no tengo una rotonda sólo; por el contrario, tengo tantas…

La solución, me la dan ellos: espera, acércate con cuidado, de repente no, que duele. Golpea un poco esta fuerza misteriosa. Vuelve a la jaula, come un poco. Regresa a recibir los rayos del sol. Y quizá, en algún momento…

Igual que sé que la única esperanza para ellos es que por descuido la ventana quede entornada después de limpiar un día, o mi hijo les abra en su inocencia, quiero creer que lo mismo me puede ocurrir a mi. Que alguien deje la ventana abierta por negligencia o un inocente la abra por lastima.