.
Apología de la expectativa
La entrada del nuevo año, aderezada estos días por buenos propósitos, hipérboles emocionales y brindis varios, me ha llevado a reflexionar sobre una actitud –que más que actitud, podría entenderse como una forma de vida– que a todos alguna vez nos ha situado en una disyuntiva emocional. Y trata de la forma con la que el ser humano enfrenta y resuelve sus propios deseos.
Hay quien dice que las expectativas que generamos en torno a algo o alguien acaban dañando nuestra autoestima hasta el punto de no dejarnos vivir por la angustia de un potencial fracaso. Y que nuestro cerebro nos juega malas pasadas, haciéndonos proyectar escenarios casi irrealizables que acarrean una frustración corrosiva y propician un cierto grado de distimia. Es por ello que muchos psicólogos –o algún que otro conocido resabiado– nos recomiendan no andar por la vida fantaseando con futuros idílicos, ya que de no materializarse aquello en lo que volcamos nuestra esperanza, acabaríamos sumergidos en una poza de insatisfacción crónica.
Mi opinión sobre esto, quizá por haber experimentado en más de una ocasión ambos sentimientos, es muy diferente.
Aquellos con una mente emocionalmente sobria suelen pensar que los que vivimos con expectativas terminaremos tarde o temprano por colisionar contra el muro pétreo de una realidad dolorosa, ya que el resultado casi nunca es parecido a lo que habíamos imaginado. Seríamos algo así como seres vivientes novatos y poco aprendidos. Ese exceso de pragmatismo es, en cierto modo, digno de admiración, pues impermeabiliza y protege la autoestima, sin embargo, ¿qué hay de la serotonina que produce nuestro sistema nervioso cuando esbozamos el futuro deseado?
Siempre me he declarado fiel defensor de todo aquello que active los circuitos de felicidad del cerebro. Somos felices cuando proyectamos, y, aunque ese sentimiento sea la mayoría de las veces caduco, vale la pena experimentarlo.
La expectativa no es más que el permiso que nos otorga el raciocinio para convencernos de que aquello con lo que soñamos será; es la musa que nos inspira a trabajar para que suceda lo deseado y lleguemos a vernos recostados entre los algodones de la plena realización personal.
La expectativa narra la búsqueda de la felicidad por parte de seres humanos que, emocionalmente emancipados, imaginan entornos y relaciones acordes a los estándares de vida que desean.
Cuando nos enamoramos, no estamos más que volcando en alguien una expectativa que nosotros mismos hemos engendrado. Y eso, por un momento, nos hace felices. El verdadero trabajo viene después, cuando la vida nos pone en nuestro sitio. Aún así, no deberíamos pensar que erramos cuando proyectamos ni deberíamos hacer por amainar esas expectativas en pos de no cosechar decepciones. Un chasco es tan normal como la propia vida. Sucede, nos hiere, y se convierte a veces en un recuerdo vago y amargo que pierde protagonismo con el tiempo.
¿Nos conviene entonces dejar fluir nuestra mente hacia un mundo más o menos alejado de la realidad? Puede que sí. En lugar de cortar las alas al pensamiento, probemos a dejarlo volar hacia territorios esperanzadores, y recibamos también el cálido abrazo de las emociones imaginadas, conversaciones no vividas y proyectos no realizados. Impregnemos sin dudar nuestro entorno de expectativas, y proyectemos en las personas que tenemos al lado, pues ello motivará el avance en nuestras relaciones y nos permitirá vivirlas con una pasión indescriptible.
El problema, eso sí, llega cuando toca enfrentar la dualidad expectativa-frustración. Ahí es donde entra en juego la capacidad de resiliencia de cada uno, que, según sea, nos dará las herramientas para apuntalar el sentimiento de lo proyectado sin obviar la existencia de lo objetivo. Podemos hacer trampas y echar un vistazo, cuando convenga, al estoicismo con el fin de contrarrestar el tropiezo emocional que sufriremos al ver que el mundo no cumple con nuestras expectativas. Retrotrayéndonos a la línea de pensamiento de Séneca, hemos de ser capaces de controlar nuestros deseos y pasiones para alcanzar la paz con nosotros mismos, asumiendo que la vida viene como tiene que venir.
Cuando la gesta de un sueño no llegue a término, maduremos el desengaño y hagamos de él un recuerdo nostálgico de lo que pudo ser y no fue. Aprendamos a aceptar la decepción y convivamos con ella, pero nunca marginemos la expectativa. No es malo desear. Merodear por escenarios lustrosos es, a fin de cuentas, mantenernos vivos. Proyectar es no perder de vista el objeto anhelado, es amor y lucha por aquello que creemos que merece la pena. En la expectativa siempre habrá una dosis de felicidad que, aunque efímera a veces, reavivará nuestras ganas de seguir luchando. Pero, ay, pobres de nosotros cuando descuidemos las expectativas y nos resignemos a pasar por la vida con desidia y sin deseo, pues será la muerte inequívoca de todo aquello que un día nos pudo acercar a la felicidad.
Les deseo un 2025 lleno de expectativas, estoicismo y corazón.