El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, este miércoles.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, este miércoles.

Complacientes con los dictadores vivos

Raúl R. Méndez
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Me causa mucha gracia esto de las jornadas de Paco y la gallina resucitada que ha planteado el presidente del Gobierno para todo el año veinticinco —espero, y esto se lo digo muy seriamente, de todo corazón, que en agosto no tengamos que bañarnos, hidromasaje incluido, en el parque acuático de Francoaventura—.

Ya no sólo porque la causa directa que las motiva sea tratar de desviar el foco mediático de los escándalos de corrupción que cercan al entorno más cercano de Sánchez, sino porque, en realidad, responde al oxímoron ideológico al que obedece la izquierda internacional desde que ésta, a principios del siglo XX, renunciara a la vía de la socialdemocracia para caer en la del marxismo leninista: dejar de creer en la separación de poderes —guillotina y muerte a Montesquieu, por lo tanto—, la Ilustración y los valores que la acompañaron, el Estado de derecho, la libertad de opinión, para considerar, en cambio, que el poder tan sólo deberían, o podían, regentarlo ellos. Sin oposición.

¿Recuerdan ahora la frase de Largo Caballero, en pleno mitin en enero de 1936 y meses antes de que estallara, y sin posibilidad de retorno, la Guerra Civil?: "La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo y, como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución".

O esta, del mismo autor, un poco antes, en el 34: "No creemos en la democracia como valor absoluto. Tampoco creemos en la libertad".

Esto, si me lo permiten, también es Memoria Histórica. Mas que le pese a según qué sector de la izquierda.

Y les pesa porque dirían, si les fuera posible, exactamente lo mismo que su viejo amigo Largo Caballero; el mismo que tantas veces han zarandeado como presunto defensor de la democracia republicana, cuando fue él el primero en dilapidarla, caldeando el ambiente político de una derecha, todavía fiel y leal a la República, ya de sobra enardecida desde que a Gil Robles le impidieron gobernar en el año 33.

O, por ejemplo, mejor aún, esta otra, del mismo Caballero y de nuevo en enero del 36: "Quiero decirles a las derechas que, si triunfamos, colaboraremos con nuestros aliados. Pero, si triunfan las derechas, nuestra labor habrá de ser doble: colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la Guerra Civil declarada".

Vamos, que la democracia está bien siempre y cuando gobiernen ellos. Lo de siempre. Nada nuevo bajo el sol.

En caso contrario, como venía diciendo, apostarán siempre por la dictadura, sin importar su crueldad o cuán cruenta pueda resultar ésta. Estará bien, siempre, pues beneficiará a su proyecto político.

Una gran parte de la izquierda, en definitiva, es, o quizá lo ha sido siempre, al mismo tiempo despiadada con los dictadores muertos y complaciente con los dictadores vivos; siempre que éstos pertenezcan, claro está, a su cuerda política y no a la del contrario. Condenan la esvástica mientras adoran la hoz y el martillo, criminalizan a Hitler a la par que adulan sin problemas a Stalin, que mató a muchos más. Franco asesinó vilmente, pero nadie hizo lo propio en Paracuellos del Jarama. Y ahí, precisamente ahí, reside su gran y más atronadora incongruencia histórica y moral. La que les ha teñido siempre de malos, colocado como los villanos de la historia para los pueblos que ansían ser libres. Y la que seguirá haciéndolo mientras no aprendan de una buena vez la lección: que un dictador es un criminal que atenta contra la libertad y los derechos humanos fundamentales, sin importar si éste se viste de azul o de rojo. O viste chándal con los colores de la patria que considera —aunque en esto del sector privado no crea mucho— parte de su propiedad.

Por eso sobre Maduro, que sigue vivo, a diferencia de Paco, aún no se han dignado a abrir la boca.