Octavio Gómez Milián, profesor y escritor.

Octavio Gómez Milián, profesor y escritor. E.E.

Opinión

Ausencia

Octavio Gómez Milián, profesor y escritor
Zaragoza
Publicada

Las próximas palabras serán en 2026. Son solamente cifras, pero dejan atrás recuerdos. La imposibilidad de guardarlos, de protegerlos, la pena que se desliza como un lixiviado de tiempo. Toda la belleza acumulada en cuatro números, en 2025, la celebración y la vida, desperdigadas por una explosión de tristeza.

Marina, mi Marina, nuestra Marina. Una tarde confusa, de viaje y celebración. Un mensaje en el móvil. La parada, la detención, el instante en el aire. Marina, editora de los Libros de El Gato Negro, fue una mujer que amó tanto la literatura que hizo que los escritores nos sintiéramos parte de su familia.

Me protegió en tiempos terribles de enfermedad y aislamiento, de paranoia y soledad; donde no llegaban mis padres o mi mujer, ahí estuvo Marina, con sus mensajes, con su comprensión. La recuerdo, en Teruel, caminando, apoyándose en mi brazo cuando, en realidad, era ella quien me sostenía.

Marina me ofreció lo que las personas generosas ofrecen: todo. Lo cuantitativo no sirve. Más allá de la desolación está el recuerdo. Una obra y un trabajo.

Demasiadas personas ausentes en unos pocos años: Sergio Algora, que era la nova que iluminaba mi ciudad; tan intensa fue su luz como profundo el abismo que dejó al marcharse. Cuando usas la aritmética sentimental para darte cuenta de que ahora tienes diez años más que él en su último cumpleaños, te estremece el camino que has recorrido, solo, demasiado solo.

Como Félix, Félix Romeo, con la década recién comenzada, tres años después que Sergio. Romeo, infiltrado en el tuétano de todos nosotros, siempre retorna a la superficie, exhalando su recuerdo como una especie de faro. Sus palabras siguen sirviendo de estímulo. Creamos, leemos, componemos porque él nos sigue pidiendo que lo hagamos. Rebotan sus arengas todavía en las paredes del mundo, convertidas en la voz mítica del titán.

¿Y Javier? El vampiro Carnicer. En el verano de 2015, otro mensaje. Javier, generoso como solo pueden ser los que no guardan nada para ellos, poeta de lírica maldita; más allá del cigarrillo liado y la chupa de cuero había un corazón tibio, una voz profunda que abrazaba. Javier era Huesca y era Barcelona como Sergio era Zaragoza y Félix el mundo. Lugares que queman, que los guardan en cada esquina, haciendo que uno espere encontrarse con ellos, de nuevo, deteniendo el tiempo, haciéndolo retroceder.

¿Y Ángel Guinda? El otro ángel, como Carnicer. Los dos guardaban las alas en sus abrigos. Guinda, el tío Ángel, de humo de Ducados y frescos dedos de hielo y ginebra. Guinda, con su volcán de palabras tatuado en el pecho, abriéndose al mundo, porque el mundo era su amante, su amigo, su oyente. Ángel en la estación de Delicias, sentado en el último sillón antes de que el tren, la línea Madrid-Zaragoza, se detuviera en un punto intermedio, frente a las pozas de Pígalo, entre los devotos de la Virgen del Puyal.

Mi padre y Ángel Guinda, maestros nacionales en Luesia. Hace unos días, en un maravilloso encuentro en la Cartuja Baja, se me acercó una mujer que conoció a los cuatro. "Qué cuatro, Octavio: Guinda, mi padre, mi tío Octavio, mi tío David". Solo vive mi padre, solo a él puedo abrazarlo con la disciplina propia del miedo, con la pasión que es la única defensa contra la muerte.

¿Y Rubén? Sí, también Rubén. Que construyó Buenos Aires en Zaragoza. La hizo para mí. Que me regaló el cemento, la argamasa, el combustible de mis sueños. Rubén Scaramuzzino, en septiembre de 2023.

Pienso en ellos cada día, pienso en ellos cuando mi hijo pinta en su cuarto, cuando le mando un mensaje a mi madre, cuando preparo la comida para mi mujer. Os extraño tanto.