Hay algo en las casualidades que nos seduce y nos aterra a partes iguales. Nos encanta dibujar patrones y acontecimientos que justifiquen lo que pensamos o conviertan en un milagro lo cotidiano. No hay nada más complicado que lidiar con la incertidumbre, y creer que algo sigue un orden o se aviene a algún tipo de control nos tranquiliza. Si alguien que nos trasciende escribe el destino y lanza algún guiño, con acierto y gracejo divinos, no todo debe estar perdido.
Somos, también, las historias que nos contaron y las profecías que nos alertan de que algo está por llegar; como la del malogrado rey Belsasar, que cayó fulminado al amanecer cuando la mano de Dios escribió en hebreo, en sus muros, el fin de Babilonia. Sólo un profeta, Daniel, supo leer el augurio. Y, ese mismo día, los persas arrasaron su imperio.
Nuestra mente busca patrones y conexiones, por creencia o divertimento, y ha vuelto a suceder con la muerte del Papa Francisco. Jorge Mario Bergoglio falleció el 21 de abril, el día en el que la tradición cuenta que Rómulo, siguiendo el dictado de los astros y coincidiendo con la fiesta de purificación de los rebaños, fundó Roma. ¿No es una feliz coincidencia? El Santo Padre, cabeza de la Iglesia en Roma, fallece al terminar la Semana Santa y lo hace, además, cuando se celebra la fundación de la ciudad eterna.
No acaba aquí la sucesión de casualidades (causalidades para otros muchos) que rodean a la muerte del Sumo Pontífice. Tenía 88 años y su fallecimiento quedó certificado a las 2.35 (hora argentina). A estas alturas, ya sabrán que Bergoglio era un fiel seguidor del San Lorenzo de Almagro de Buenos Aires, y que su número de socio era el 88235. Creer o reventar, que dirían al otro lado del charco.
No podía faltar tampoco la profecía de Nostradamus, de quien se dice que predijo su propia muerte, la noche anterior. Quién sabe si rabiaba de dolor por la enfermedad o se acostó plácidamente pensando que ese sería su último día en la tierra; pero la ignorancia forma parte del misterio que tanto nos seduce.
Pues bien, Nostradamus alertó de que "primero, vendrá un Papa extranjero (Benedicto XVI), luego un Papa viejo (Francisco) y, finalmente, un Papa negro, y con él, el fin del mundo". Y, quién lo iba a pensar en el siglo XXI, pero hay postulantes a Papa de raza negra, como Peter Turkson, cardenal de Ghana de 76 años, y Robert Sarah, prelado católico de Guinea de 79 años.
No sé si Ratzinger puede ser considerado el más extranjero de los últimos pontífices y si Francisco era tan anciano cuando fue elegido; pero sé que Turkson y Sarah pueden generar una notable alarma social en caso de convertirse en los sucesores de San Pedro, si bien deberíamos dar por hecho que es el mismo Dios que anda supuestamente perpetrando el fin del mundo el que jugó a prestidigitador con el número de socio del Papa Francisco.
Hay algo tranquilizador en las profecías, incluso en las más oscuras. Nada está en nuestra mano y nada puede evitarse. Tal vez un héroe, elegido también por la profecía, pueda acabar con ella. Nada es más seductor que lo que nos libera de la responsabilidad y termina con la incertidumbre. Y, por eso, preferimos leer a Nostradamus o ir a que nos echen las cartas que tomar decisiones y aparcar la procrastinación, que nos libera de asumir las consecuencias de nuestros actos.
Evidencias no nos faltan. El IPCC (siglas en inglés de Intergovernmental Panel on Climate Change) lleva tiempo alertando de que el planeta supera los 1,1 °C respecto a niveles preindustriales y da por hecha la sexta extinción masiva que afectará a un millón de especies. A los conflictos activos en Ucrania, Gaza o Yemen se suma el riesgo, cada vez más real, de una guerra tecnológica, con nuevos frentes bélicos menos visibles pero igual de peligrosos. Índices como el de Freedom House muestran una regresión en la calidad democrática a nivel global por más de 15 años consecutivos.
Y de la polarización ni hablamos. Tampoco parece importar demasiado que nuestros datos se hayan convertido en moneda de cambio, y que muchas decisiones personales, políticas y económicas sean tomadas por sistemas opacos.
Más opacos que el pasado de Nostradamus, más que las casualidades y las causalidades que nos insuflan temor y esperanza a partes iguales. Todo empieza de nuevo continuamente: un Papa da paso al siguiente y olvidaremos las profecías tan pronto los hechos vayan sucediendo. Por eso sería un milagro, pero un milagro terrenal, que viéramos cómo solucionamos lo que tenemos sobre la mesa mientras íntimamente creemos, o no, en los caprichos del azar.