Las películas están ahí, a nuestro alcance. Ya sea en un cine o en nuestra casa, esos “pedazos de pasteles”, tal y como los definía Alfred Hitchcock, se presentan deseables a nuestra mirada, incitándonos a tomarlos, masticarlos y saborearlos. Presentan diferentes formas, tamaños y olores, y tienen la capacidad, al mismo tiempo, de endulzarnos la vida, entretenernos y concienciarnos.
Sin embargo, el cine, a diferencia de los pasteles, suele ser, para la mayor parte de la audiencia, una comida que nos satisface en un momento concreto y que, posteriormente, abandonamos. Ocupa dos horas de nuestra vida, nos afecta emocionalmente, y, cuando llegan los títulos de crédito, desaparece. Visto y no visto. A otra cosa.
Pero, si algo tiene el dulce, es su capacidad para hacernos caer en la repetición. Su sabor genera un efecto hipnótico que nos hace insaciables y que tienta nuestro autocontrol. Pasamos de la experiencia pasajera a atiborrarnos sin límites. Somos débiles y caemos, y ahí está el gusto de los placeres de la vida: pequeños vicios que dan sentido a nuestra existencia.
En muchas ocasiones, las películas ejercen ese poder persuasivo y adictivo de los pasteles, y volvemos a su embrujo. Es decir, decidimos ver, de nuevo, ciertas historias por curiosidad, interés o, simplemente, por gula. El cine puede ser, en muchas ocasiones, una pequeña droga que nos hace ver más allá de lo evidente, nos abre nuevas capas de profundidad en las imágenes y las historias, y nos da forma conforme pasa el tiempo, cambiamos o maduramos. En definitiva, las obras cinematográficas pueden ser fruto prohibido.
Esa vuelta a las películas muchos la han definido con un verbo que siempre me ha parecido muy cursi: revisitar. No sé si por su apariencia solemne, revisitar me transmite la sensación de un vacío retorno: frío, quirúrgico, intelectual. Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia Española desnuda mis prejuicios al definir esta acción de una forma muy bella: “Volver a considerar una idea, una obra o autor, a veces con un nuevo enfoque”.
Por lo tanto, “revisitar” las películas en el cine implicaría limpiarse de ciertos prejuicios previos, contextos inadecuados o, simplemente, tomar distancia y establecer un punto de vista diferente. ¡Qué maravilloso sería si actuásemos en la vida de esta manera!
Las obras cinematográficas nos permiten volver a su encuentro, nos regalan constantemente nuevas posibilidades y comprueban hasta qué punto cambiamos y no nos damos cuenta.
Aquí muchos dirían que es una tontería ver una película otra vez, cuando ya conoces la historia. Pero el cine, como buen arte que es, no se encierra en su simple trama, en su esqueleto más evidente y directo. Es elemento de sugestión: dulce, seductor y, por qué no decirlo, a veces un poco empalagoso.
Hay momentos que “tragamos” las películas en una constante repetición, porque no podemos saciarnos de esos “trozos de vida”. Pero bueno, quizás no sea malo ser débiles de vez en cuando, caer en la tentación y sentir la sensación de que vivimos en un necesario pecado.