En pleno siglo XXI, con la ciencia climática consolidada y respaldada por décadas de investigación empírica, aún hay quienes proclaman, con gesto solemne y voz engolada, que “no creen en el cambio climático”. En las últimas semanas y al hilo de la desgraciada sucesión de incendios, algunos políticos se han abonado a este negacionismo, ya sea desde la acción o la omisión.
“Creer en el cambio climático” como si se tratara de una cuestión de fe, de una elección personal, de un dogma que se puede aceptar o rechazar según convenga. Esta postura no es una opinión, es un esperpento ideológico que nos retrotrae a los tiempos más oscuros de la historia del pensamiento.
Negar el cambio climático hoy es tan absurdo como negar la existencia de la gravedad o tratar de curar el cáncer con sanguijuelas. La evidencia científica es abrumadora: aumento sostenido de las temperaturas globales, deshielo de los polos, incremento del nivel del mar, fenómenos meteorológicos extremos, acidificación de los océanos, pérdida de biodiversidad... Todo ello está documentado por miles de estudios revisados y contrastados, observaciones satelitales y modelos climáticos que coinciden en una misma dirección. No se trata de una creencia, sino de un hecho físico, medible y comprobable.
El negacionismo de la ciencia no es nuevo. Tiene raíces profundas en la desinformación, el miedo al cambio y la defensa de intereses económicos a corto plazo. Su lógica es la misma que llevó a la hoguera a Miguel Servet en el siglo XVI por atreverse a contradecir los dogmas establecidos. Servet, médico y teólogo aragonés, demostró la circulación pulmonar de la sangre, un hallazgo revolucionario que hoy es básico en medicina. Sin embargo, fue condenado por herejía. Su crimen no fue otro que pensar con libertad y basarse en la observación y la razón; en la ciencia.
Hoy, los negacionistas no queman científicos, pero los persiguen e increpan en las redes, intentan desacreditarlos, los acusan de alarmistas, los silencian cuando pueden... Es una nueva forma de inquisición, más sutil pero igual de peligrosa. Y nunca estamos seguros de cuál puede ser el siguiente paso, pues no son pocos los científicos y divulgadores que incluso llegan a recibir amenazas.
El negacionismo de la ciencia se presenta como escepticismo, pero en realidad es una estrategia de manipulación que busca mantener el statu quo a costa del futuro del planeta. No es solo ignorancia: es una posición ideológica profundamente reaccionaria.
En el caso del negacionismo de la crisis climática, es la defensa de un modelo económico basado en la explotación ilimitada de recursos finitos, en la externalización de los daños hacia los más vulnerables y en la negación de cualquier límite ecológico. Es, en definitiva, una forma de populismo anticientífico que desprecia el conocimiento y promueve la desinformación como herramienta de control.
Sus implicaciones políticas son claras: paralización de políticas ambientales, desfinanciación de la investigación científica, criminalización del activismo climático, y una peligrosa alianza con discursos autoritarios que ven en la crisis ecológica una oportunidad para reforzar el control social.
Las consecuencias de esta postura ya son visibles en la concatenación de olas de calor extremas, de incendios forestales y de sequías prolongadas; en la pérdida de cosechas, en las migraciones forzadas o en la aparición de cada vez más enfermedades emergentes. Y a medio plazo se anuncia el colapso de los ecosistemas, la aparición de crisis alimentarias globales, el incremento de los conflictos geopolíticos por el agua y la tierra, o el ya visible aumento del autoritarismo como respuesta al caos climático.
Negar el cambio climático no solo es irresponsable: es criminal. Es condenar a las generaciones futuras a un mundo más hostil, más desigual y más violento.
Como advirtió Miguel de Unamuno, el verdadero peligro no es la ignorancia en sí, sino el desprecio por el conocimiento. Cuando se destruye la ciencia, se destruye también la capacidad de la humanidad para comprender el mundo y tomar decisiones racionales. Y en el caso del cambio climático, esas decisiones son urgentes y vitales.
No se trata de creer o no creer. Se trata de entender, actuar y defender el conocimiento frente a quienes quieren devolvernos a tiempos en los que la verdad era dictada por el miedo y no por la razón.
*Pepe Verón, profesor de Periodismo de la USJ