Reportajes

En el cuartel general de Puigdemont en Francia: el 'speaker' del Barça, selfies y un séquito de 'yayo fans'

El candidato independentista ha convertido su refugio francés en una especie de mini Cataluña, donde llegan cada día cientos de seguidores.

10 mayo, 2024 02:47
Argelès-sur-Mer (Francia)

En el Space Jean Carrere de Argelès-sur-Mer este viernes actúan Les Coquettes. “Tres jóvenes de hoy, elegantes y glamurosas, que mezclan en el escenario situaciones picantes con canciones pegadizas”, dice el cartel. Ya lo tenían reservado con antelación y Carles Puigdemont, que ha escenificado todos sus actos políticos en este recinto, ha decidido cerrar la campaña en Elna, a unos 10 kilómetros de aquí. Allí, en el mismo lugar donde anunció su candidatura a las elecciones catalanas de este domingo, tendrá a su disposición una plaza con capacidad para 2.000 personas, cuatro veces más de los que peregrinan a diario a Argelès. 

Esta es la zona de influencia de su refugio -exilio para los suyos- francés. El último y definitivo después de su Erasmus en Bruselas, donde llegó tras un periplo por Dinamarca o Alemania, que debería concluir con regreso triunfal o retirada. Eso ha prometido, aunque nunca se sabe con el molt honorable expresident. Lo suyo por aquí sigue siendo como los tres misterios de Fátima. Con aparición mariana incluida.

Desde Semana Santa, buena fecha para la liturgia, fijó su residencia en la comarca de Vallespir, en el sur de Francia, a una hora en coche de su Girona natal. Primero se instaló en una aldea llamada Villargeil, en la más absoluta nada, rodeado literalmente de cuatro casas y kilómetros y kilómetros de praderas donde pastan los caballos. Alquiló un caserón con jardín, piscina, seis habitaciones y capacidad para 12 personas, aunque una vez empezaron a llegar los primeros periodistas desapareció. 

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Fachada de la casa donde se hospedaba Puigdemont

Fachada de la casa donde se hospedaba Puigdemont I.M.

Exterior de la casa

Exterior de la casa I.M.

En la puerta del alojamiento hoy desplazan sus maletas unos turistas franceses, procedentes de Nimes. Los recibe monsieur Lloveras, un paisano de la zona con familia española, que vive junto a su mujer, de Figueres, en la planta de arriba de la casa que alquila a 1.850 euros la semana. “Sí, estuvo aquí con su mujer y sus hijas. Alguna vez venía alguien de fuera, pero yo apenas los veía porque pasaban mucho tiempo fuera. Sólo puedo decir que no los conocía de nada, pero fueron muy amables. Hace ya unos cuantos días que se fueron”, confiesa el propietario. 

Desde entonces su ubicación actual es el secreto mejor guardado. Ni sus más estrechos colaboradores ni él mismo, celoso de su intimidad, sueltan prenda. Así, la Interpol no conseguido mandarle la citación para declarar como investigado en la causa sobre Tsunami Democrátic

En el pabellón Jean Carrere, donde celebra sus mítines, le han instalado un despacho para trabajar y recibir a diferentes personalidades. Y allí pasa buena parte de su tiempo, porque cuando no acude a un encuentro con periodistas, tiene una entrevista con prensa catalana -sólo catalana- o una reunión con influencers o con campesinos o con otros políticos… A veces, todo eso cabe en una misma jornada. 

Se trata de ocupar el tiempo hasta llegar al momento culminante del día. A eso de las seis de la tarde comienzan a llegar autobuses con cientos de seguidores que ansían poder ver de cerca a su líder. Han sido casi siete años de una omnipresencia abstracta, del presidente al que siguen considerando legítimo sólo visible en una pantalla. Cada día los visitantes proceden de una parte de Cataluña, como por ejemplo Tarragona y los pueblos que rodean el curso bajo del Ebro -la zona más al sur de Cataluña-, desde donde algunos se han marcado cerca de cuatro horas de trayecto

Entre semana y con estas distancias la peregrinación apenas es apta para jubilados. Pepe y su grupo de amigos, todos seniors, aseguran que no es la primera vez, que ya viajaron en autobús hasta Estrasburgo y Bruselas para ver a Puigdemont: “aquello sí que fue una paliza, pero sarna con gusto no pica”. “Yo soy de Jaén, pero soy el más independentista de todos estos. El problema es que estas cosas no se entienden en Madrid”, dice Pepe, erigido como el líder de la expedición. 

- Explíqueme entonces.

- Ahora lo vas a ver.

Los asistentes al mitin llegan en autobuses con sus esteladas

Los asistentes al mitin llegan en autobuses con sus esteladas I.M.

Una mini Cataluña 

Antes de eso, cuatro tipos se han puesto a jugar al futbolín bajo una carpa instalada para la ocasión. Algunos van con el Barça y otros, muy a su pesar, con el Madrid. Observando la partida está Rubén, un argentino que lleva 36 años viviendo en Cataluña y ha acudido al acto con una estelada a la espalda. “Yo empecé votando a Felipe, después a Aznar y desde hace unos años me fui con estos, porque me parecían los menos corruptos. Me considero un hombre de derechas, no hablo catalán, pero creo que Puigdemont es el único que se atrevió a intentar cambiar algo”, expone. 

Unos metros más allá hay tres dianas para jugar a los dardos, varias hileras de mesas de madera y dos puestos de comida y bebida con precios populares. La caña cuesta 2,50 euros y el bocata de “butifarra del país”, 7.

“En los bares del pueblo te piden por una cerveza 8 o 9 euros. Yo voy todos los días a Figueres a comprar el género, porque si no terminaría perdiendo dinero. A mí me contrataron los de la organización y me da igual la política, no me creo ni a unos ni a otros. Lo que me interesa es que la gente tenga un momento para pararse a tomar algo”, cuenta Toni, el dueño de los food trucks. Descartado como apóstol de la causa, lo suyo es que el personal se sienta como en casa. 

Pepe y su grupo de amigos en los puestos de comida del exterior del recinto

Pepe y su grupo de amigos en los puestos de comida del exterior del recinto I.M.

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El problema es que la gente llega con el tiempo justo y la mayoría prefiere entrar inmediatamente al pabellón para coger un buen sitio. Cuando faltan 20 minutos para que comience el acto, apenas quedan en los bancos un par de grupos bebiendo rápido y una chica joven que espera en soledad. Se llama Ana, estudia en Perpiñán y ha venido porque su madre es una de las alcaldesas de Junts que participarán en el mitin.

“Yo antes era una convencida más, iba a todas las manifestaciones, pero después empecé a estudiar Derecho y me di cuenta de que la independencia de esa forma era realmente imposible. Y luego la división entre los partidos… Si te digo la verdad, estoy aquí por mi madre, porque ella es parte de esto y así aprovecho y la veo junto a mi padre”, cuenta. 

El culto al líder

Dentro, no hay tiempo que perder. Un maestro de ceremonias con el pelo engominado hacia atrás ameniza la espera. Es Pep Callau, un famoso speaker que antes trabajaba para el Barça en el Camp Nou y ahora lo hace en Argelès para Puigdemont. Se arrima siempre a los más pintorescos: el de la barretina, la de la chaqueta dorada, el de los tirantes con los colores de la senyera… Y a todos les pregunta qué le pedirían a Puigdemont. “La independencia”, responde la mayoría, sin pensarlo demasiado.

El speaker entrevista a un asistente al acto

El speaker entrevista a un asistente al acto I.M.

La música empieza a animarse, la gente agita sus banderines de ‘Puigdemont, president’ y por el pasillo central asoma el elegido. Saluda, se abraza, reparte besos, convirtiendo lo extraordinario en rutina. Es lo que espera el medio millar de personas que han venido hasta Francia para esto, pero es lo mismo que lleva haciendo desde que comenzó una campaña que hoy termina. Aquí es cuando el verbo se hace carne, aunque visto de cerca, entre los mortales, es como si su poder insondable se desvaneciera. Quizás sea sólo una impresión, pero no parece ni más ni menos que un político como otro cualquiera.

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Momento en el que Puigdemont llega al mitin. I. M.

Insiste en que volverán a organizar un referéndum igual que cuando Rajoy prometió que no se haría. “A ver qué dicen ahora Feijóo, Ayuso y los cayetanos de turno…”. Cuatro chascarrillos más y se acabó. Pero lo bueno, realmente, empieza ahora. Cuando concluye el político, vuelve a emerger el mito. La gente, que se lo sabe, se pone a la cola y él posa paciente ante todos y cada uno de los asistentes que quieren hacerse una foto con él. 

El mitin con selfie incluido lo explotó el líder de la extrema derecha italiana Matteo Salvini cuando estaba en su máximo apogeo. A él no vendrían a verle desde un país que no podía pisar, pero sí recibía a los italianos del norte que asistían extasiados a su conquista de Roma. Puigdemont promete lo mismo: la toma de Barcelona desde la Cataluña del Norte, como llama el independentismo a estas tierras fronterizas. 

La cola para hacerse una foto con Puigdemont dura más de una hora

La cola para hacerse una foto con Puigdemont dura más de una hora I.M.

“Ya que he venido hasta aquí, al menos quería la foto”, dice Miguel, vestido con la camiseta del Barça. Los demás van pasando como quien acude a recibir la comunión. La liturgia dura más de una hora, el doble del tiempo que ha pasado el sumo sacerdote en el atril arengando a las masas. Son las 9 de la noche y a muchos de los asistentes les esperan otras cuatro horas de vuelta en autobús. Decía Pepe que en Madrid esto no se entendía. Y a Rubén, que no habla catalán, tampoco le ha hecho falta, pues aquí convencen mucho más los símbolos que la palabra.