El independentismo ha llevado demasiado lejos su desafío al aprobar en el Parlament la resolución que insta al próximo Ejecutivo autonómico a crear "el estado catalán independiente en forma de república". Que los 72 votos de los diputados de Junts pel sí y de la CUP se impusieran a los 63 de Ciudadanos, PSC, PP y Catalunya Sí que es Pot, no da carta de naturaleza democrática a lo que es un acto profundamente tiránico y voraz.

Tiránico porque trata de imponer un proyecto que no respalda la mayoría de ciudadanos catalanes -los separatistas perdieron el "plebiscito" en el que quisieron convertir las elecciones: 47,7% a 52,3%-, ni por supuesto de españoles, a quienes corresponde decidir acerca del destino de nuestro país. Voraz, porque plantea subvertir la ley y quebrar la convivencia con la urgencia incontinente de un depredador político.

El discurso de investidura posterior que ofreció Artur Mas fue, de principio a fin, un monumento al cinismo. Acusó a España de tratar a "los demócratas" con "leyes y tribunales", cuando precisamente en eso consiste la democracia: en leyes y tribunales que responden a lo que se ha votado previamente en las urnas. Dijo que a Cataluña se le presenta ahora "la oportunidad de hacer un país nuevo", como si el nacionalismo hubiera sido ajeno al devenir de Cataluña todos estos años. Incluso se comprometió a impulsar una "normativa de transparencia", pese a que lleva un lustro como presidente de la Generalitat, dirige un partido al que le han embargado quince sedes por corrupción y tiene al tesorero en la cárcel.

Resulta paradójico que una vez alcanzado su particular momento de gloria para la historia del nacionalismo catalán, Artur Mas lleva camino de convertirse en un cadáver político: ocurre que el principal impulsor de este golpe al Estado es incapaz de reunir los votos necesarios para su investidura. "Sin investidura se detiene el proceso", clamó en su discurso, tratando de coaccionar a los antisistema de la CUP para que rectifiquen y le voten.

En la sesión de la mañana, las intervenciones de Inés Arrimadas -especialmente certera en la denuncia de la corrupción-, García Albiol, Miquel Iceta e incluso Joan Coscubiela, demostraron hasta qué punto el órdago independentista no sólo atenta contra España, sino contra la propia sociedad catalana. 

Rajoy, sabedor de que el conflicto puede ayudarle a recuperar parte del voto perdido, insistió en que prevalecerá el imperio de la ley: "El Gobierno no va a permitir que esto continúe". Habría que preguntarle por qué lleva cuatro años permitiéndolo. En especial, desde el plebiscito ilegal del anterior 9-N.

Lo cierto es que, antes que el Ejecutivo, intervendrán el Constitucional y la Fiscalía. El primero, para suspender la resolución soberanista, y la segunda, para perseguir a quienes desobedezcan al Tribunal y, llegado el caso, a quienes hayan incurrido en algún delito tipificado en el Código Penal, como el de conspiración para la sedición.

Ahora bien, dado que es previsible que los independentistas lleven su pulso hasta el final, el presidente del Gobierno tendrá que aplicar en algún momento el artículo 155 de la Constitución, que faculta a retirar competencias autonómicas. Hay precedentes no muy lejanos, como la suspensión de la autonomía del Ulster, pero otro tanto sucedió con Cataluña en octubre de 1934, tras el golpe de Companys. A nadie debe quedarle dudas en cuanto a que Cataluña debe perder antes la autonomía que alcanzar la independencia. Nos va el Estado de Derecho en ello.