En el municipio, ubicado a 50 kilómetros de Málaga, viven 1.500 personas; de las cuales 370 son extranjeros, principalmente ingleses.

En el municipio, ubicado a 50 kilómetros de Málaga, viven 1.500 personas; de las cuales 370 son extranjeros, principalmente ingleses. Diseño: Arte E. E.

Reportajes

Benamargosa, el pueblo más pobre de España con 13.000 € de renta, 'cara B' de la Costa del Sol: "Sólo viven bien los ingleses"

El municipio malagueño, que tiene la renta media más baja del país, vive en el interior axárquico entre cortas jornadas agrícolas y viviendas inasequibles a pocos kilómetros del litoral turístico.

Más información: El pueblo más pobre de España está en Málaga: tiene 1.500 habitantes y mucha tradición agrícola.

Benamargosa (Málaga)
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La gasolina cae despacio, como si midiera el tiempo de los valles. Una pareja francesa pone el intermitente, entra en la estación de servicio de Benamargosa y pregunta si hay que pagar dentro o fuera. El chico de la manguera les dice que vayan a caja y, sin buscarlo, añade mientras habla con EL ESPAÑOL un dato que ya corre como un rumor instalado en la piedra: este es el municipio con la renta media más baja de España.

La frase flota entre surtidores. Los franceses se miran, sonríen con esa manera de los forasteros que no saben dónde poner la incomodidad, y pagan. Al salir, la carretera enfila hacia el corazón del pueblo malagueño: una cinta que se estira por el fondo del valle, flanqueada por lomas de pizarra, bancales, árboles de sombra clara. El paisaje parece apacible. Lo es, pero no lo suficiente como para tapar lo que late debajo.

Hay cuestas que suben como si aprendieran a ser cuesta cada mañana. Personas mayores que se encaran a ellas con cálculo de funambulista. Andrea, cuidadora, sostiene el codo de Estefanía, ochenta años y paso corto. "Queda poca gente de antes", dice la mujer, y el eco de la frase, en un pueblo pequeño, suena más a dato que a nostalgia. Tiene tres hijos en Vélez —a 13 kilómetros—. Aquí, explica, la oferta laboral escasea y la vivienda se ha puesto en las nubes.

En la entrada de Benamargosa se alza una estructura con motivos agrícolas.

En la entrada de Benamargosa se alza una estructura con motivos agrícolas. Julio César R. A.

Benamargosa es un lugar de 1.500 largos habitantes —de ellos, unos 370 extranjeros— donde la mitad de esos forasteros son británicos. Se los ve en las terrazas, en las casas encaladas con obra reciente, en la puntualidad de quienes han venido a instalar un retiro al sol. Es una estampa conocida en la Axarquía: el extranjero que compra, reforma, paga; el vecino que ajusta la cuenta y mira el precio del pan con resignación limpia.

La falta de trabajo

Las calles son una escuela de pantorrillas. El asfalto trepa, baja, se estrecha, vuelve a abrirse. A media mañana, alguien empuja un carro con bolsas de la compra, las botellas golpean entre sí con un ruido de vidrio y hambre corta. El calor, por momentos, parece pegado a las paredes. Sopla un aire mínimo que no refresca, pero seca.

En la avenida principal —no tiene nombre, pero sigue el recorrido de la MA-3113—, la vida es un escaparate sin alardes. Hay gasolinera, varios supermercados, una lavandería, bares y restaurantes, centro de salud, urgencias.

Lo esencial está. Falta lo que dicen que falta: "trabajo de verdad". La frase se repite en la terraza, en la cola del cajero, en el banco de piedra bajo el ficus.

Ramón tiene ochenta años y un gesto de campo antiguo en los dedos. "En el pueblo no hay nada", dice, y no hay que forzarlo para que el relato salga en hilera. Trabajó "de sol a sol", emigró un año a Alemania, volvió con dinero para hacerse la casa. "Aquí sólo viven bien los ingleses", dice.

Ramón, vecino de Benamargosa, durante su conversación con EL ESPAÑOL.

Ramón, vecino de Benamargosa, durante su conversación con EL ESPAÑOL. Julio César R. A.

Habla con EL ESPAÑOL mientras camina por la avenida principal. "Los jóvenes de ahora ya no pueden. Está todo caro. Y el campo se lo han cargado. Tenemos una sequía tremenda. Pero mira, qué tristeza, con lo bonito que es este sitio", añade, señalando hacia el monte, como si el paisaje pudiera contestar.

La sequía no fue un golpe, sino una cuerda que se tensó año a año. En la Axarquía, la fiebre del subtropical —mangos, aguacates— prometió una renta que el agua, finalmente, no alcanzó a sostener. La producción cayó, los turnos de riego se ajustaron, las comunidades de regantes hicieron malabares. Muchos agricultores aguantaron con lápiz corto, contando los árboles que podrían salvar y los que había que dejar morir.

Los británicos, con pensión extranjera o ingresos traídos de fuera, han empujado el precio de la vivienda hacia arriba. A la vez, han dado movimiento a una economía de mantenimiento: reformas, fontanería, jardinería, pintura, pequeños encargos que entran y salen. En esa mezcla, para muchos vecinos, la cuenta no cuadra. La estadística es una luz fría que no miente, pero tampoco explica sola.

La renta media en torno a los 13.000 euros por declarante coloca a Benamargosa en el farolillo rojo del país. El número, en sí, es un modo de entender por qué algunos jóvenes se marchan a Vélez, a Málaga, a donde haya nóminas y alquileres más lógicos para su sueldo. Los que se quedan sostienen la casa con pensiones, ayudas, temporadas de campo.

Exterior del restaurante Villa Pepita, poco antes del mediodía de un día laborable.

Exterior del restaurante Villa Pepita, poco antes del mediodía de un día laborable. Julio César R. A.

Villa Pepita, bar-restaurante de esquina con toldos beige claro, llena su terraza un día laborable. Las pizarras exhiben ofertas de alcohol: tercios, copas largas, combinados. Las mesas enseñan vasos fríos; platos, pocos. El menú del día marca doce euros.

Es un precio que suena a ciudad, pero que aquí encuentra su lógica torcida: el negocio que se asoma a la Costa del Sol se compara con ella, no con la economía de un lugar que vive con las bridas apretadas. Un camarero pasa con bandejas que brillan al sol. A dos mesas, un matrimonio inglés discute sobre la obra del patio.

El hombre dice tiles [azulejos] y grout [resina] con una naturalidad que convierte la reforma en conversación de sobremesa. Al lado, dos amigos españoles apuran la cerveza. Comer, por ahora, es una decisión aplazada.

Los temporeros que llegan

El agua es la moneda del valle. Con ella, el subtropical es un negocio razonable; sin ella, un pozo. Los árboles, dicen, resisten lo que resisten: un ciclo, con suerte dos, sin aporte estable.

La promesa de nuevas infraestructuras —desaladoras, conducciones, modernización de riegos— cuelga en el aire como una brújula que todavía no encuentra norte. Y la economía del pueblo baja un punto cada temporada de cosecha recortada.

En ese calendario, las cuadrillas de temporeros siguen apareciendo en temporada. Furgonetas que se encaraman por los carriles entre bancales, voces que mezclan acento sudamericano y subsahariano, manos que recogen la fruta con la precisión del que sabe que cada golpe es un euro menos.

Almacén de Nufri, una de las empresas dedicadas a la venta de fruta y verdura fresca del pueblo.

Almacén de Nufri, una de las empresas dedicadas a la venta de fruta y verdura fresca del pueblo. Julio César R. A.

"Algunos sin papeles", se dice en voz baja, sin señalar a nadie, como se admiten las trampas de supervivencia que sostienen un engranaje imperfecto. La cadena es delgada. Los camiones cargan y descargan con movimiento de hormiga; las cooperativas cercanas ajustan precios según calidad y calibre; los jornales se negocian cada año como si empezara de cero.

La sensación general, en la barra, es que el campo ya no garantiza techo, y que lo que lo sostenía —una climatología benigna, cierta abundancia de agua, un mercado que tragaba todo— se ha vuelto voluble. Aun así, el valle se resiste.

Hay parcelas limpias, árboles con verde obstinado, laderas que todavía devuelven sombra. Hay quien invierte en riego localizado, en variedades más austeras, en técnica. Hay quien vende y punto. En los portales, las conversaciones enumeran nombres de fincas, apodos de familias, historias de veranos mejores. La memoria, en Benamargosa, sirve de moneda emocional: con ella se paga la espera.

Gestión municipal

La Oficina de Información y Turismo, a pie de calle, aparece con la persiana bajada a media mañana. El cartel sigue, la promesa institucional también, pero dentro no hay nadie.

Frente a ella, el Ayuntamiento aglutina casi todos los servicios públicos en un solo edificio, como si hubiera decidido que concentrar fuera una manera de resistir. En recepción, una mujer explica que los responsables "están reunidos".

Exterior del Ayuntamiento de Benamargosa, esta semana.

Exterior del Ayuntamiento de Benamargosa, esta semana. Julio César R. A.

La frase "están reunidos" puede decir muchas cosas. Aquí, a veces, significa literalmente eso; otras, es una forma de pedir tiempo. EL ESPAÑOL —se explica en el acto— ha escrito ya solicitando una entrevista. No hubo respuesta. "Mejor envía un correo a esta dirección", propone la recepcionista, y señala una bandeja con folletos municipales.

Es una escena pequeña que, sin embargo, condensa algo de la relación entre escaparate y vida real. Metros más allá, en las paredes del pueblo, carteles de fiestas de 2022 y 2023 siguen colgados con celo desganado. Fotografías de reinas, verbenas, música en la plaza. Nadie los retira.

Funcionan como un recordatorio: hubo baile, hubo espuma, hubo concursos de tortillas. En municipios chicos, el tiempo se mide por cartelería: lo que está pegado define la escala, dice de qué año es la alegría, a quién le tocó coronarse en agosto.

En el centro del pueblo aún pueden verse carteles con la agenda cultural de verano de 2021.

En el centro del pueblo aún pueden verse carteles con la agenda cultural de verano de 2021. Julio César R. A.

En una esquina del edificio público, una funcionaria enumera servicios: médico, enfermería, urgencias, atención social. Lo básico se presta. El resto —trabajo, alquileres, horizonte— depende de una geografía que, a diez o doce kilómetros, cambia de idioma.

Detrás de la sierra está el mar de los catálogos, las urbanizaciones de cristal y césped. Aquí, detrás de la curva, el mismo sol pega en un bolsillo más pequeño.

Contrabando de antes

El pueblo arrastra un apodo de novela: "Gibraltar el Chico". Lo ganó hace décadas, cuando el contrabando de tabaco, y de telas, cruzaba veredas y cambió, por un tiempo, la economía de muchos.

La historia se cuenta con nombres propios, con lugares que ahora ya no existen, con pequeños silencios entre frase y frase. De aquel tiempo queda el mote y una enseñanza: el valle, a ratos, supo inventarse su propio dinero

La memoria no se da de baja. Aparece en sobremesas, en la forma de mirar ciertos portillos, en las anécdotas que saltan de generación en generación.

Se dice, por ejemplo, que los fardos de tabaco venían de la Vega granadina; que aquí se manipulaba, se distribuía, se fumaba; que la carretera, entonces peor que ahora, era una forma de frontera útil. También se dice que el negocio tenía sus costos: no todo el humo era limpio.

Hoy el comercio clandestino es un recuerdo discreto que no paga facturas. La economía del pueblo, como la de tantos otros en el interior cercano a la costa, vive en equilibrio precario entre la campaña agraria, la pensión que sostiene a tres generaciones, el jornal intermitente, la chapuza. La renta media baja no es una sorpresa: es una consecuencia de esa arquitectura.

Vista del antiguo campo de fútbol de Benamargosa, ahora en desuso.

Vista del antiguo campo de fútbol de Benamargosa, ahora en desuso. Julio César R. A.

Benamargosa no es un lugar abandonado ni un escenario de derrota. Es, más bien, un sitio donde el reverso del folleto turístico pesa más que el anverso. La Costa del Sol, con su promesa de luz infinita, funciona como un electroimán que altera los precios en un radio corto.

Los ingleses que se han instalado en el valle lo perciben como una solución personal: buen clima, casas con terraza, servicios básicos. Para muchos vecinos, esa solución ajena ha tenido efectos colaterales.

Ir día a día

Hay quien pide un polígono que cree empleo estable, hay quien hablaría de una residencia de mayores; hay quien querría un autobús más frecuente con Vélez, con Málaga. Nada de eso mejora por sí solo la renta, pero son piezas que influyen en la decisión de quedarse o marchar.

En el bar, dos jóvenes revisan el móvil. Han vuelto para comer con la abuela y regresan por la tarde a la ciudad. Trabajan en hostelería. No es que no quieran vivir aquí; es que la mochila de la vida tiene ahora otros pesos: gasolina, alquiler, contratos por horas, horarios partidos.

En el ánimo colectivo hay menos dramatismo del que sugieren los titulares, incluso que el de este reportaje. Hay, sobre todo, pragmatismo: cada familia compone su rompecabezas con lo que puede. La comparación con otros pueblos de la Axarquía aparece sola. Se mencionan nombres con más turismo, con más rotación de viviendas, con urbanizaciones más cerca del mar.

Un ciudadano inglés, tras pagar en Villa Pepita.

Un ciudadano inglés, tras pagar en Villa Pepita. Julio César R. A.

El relato se sostiene en una idea: la línea que separa un destino "económicamente viable" de otro "que se queda atrás" es fina y se mueve con variables que el pueblo no controla: el agua, la movilidad, la inversión pública, el humor del mercado inmobiliario.

A media tarde, los camiones que transportan fruta pasan con prisa. El ruido de caja vibrando de uno con matrícula neerlandesa se mezcla con el golpe sordo de las tapas. La terraza pierde gente; las sombras, en cambio, crecen como si tuvieran un plan.

Precios "incompetibles"

El precio de las cosas, aquí, no es una cifra. Es una conversación. El alquiler de una casa mediana, si aparece —en este momento no hay ninguna— se va de presupuesto. Comprar es otra liga: de las 16 casas que actualmente están en venta en el municipio, seis son chalets de más de 300.000 euros.

La pensión da para lo que da. Cuando suben las tarifas eléctricas, el pueblo entero comenta el recibo en voz alta. Algunos vecinos completan con ayudas, con cuidados a mayores, con trabajos que no siempre salen en los papeles.

"Sin los ingleses esto estaría muerto", dice un hombre de mediana edad que se define como oficial de albañil "de toda la vida". Lo dice sin aristas, como quien reconoce el valor de una parte del engranaje. Acto seguido añade que "con los ingleses no se puede competir por una casa".

Esa doble mirada —agradecimiento y reproche— resume un equilibrio difícil: el dinero que entra por una puerta empuja por otra al que no puede seguirlo.

Cartel en el centro de Benamargosa en el que se anuncia una empresa de gestión inmobiliaria, en español y en inglés, y especificando que se atiende también en alemán.

Cartel en el centro de Benamargosa en el que se anuncia una empresa de gestión inmobiliaria, en español y en inglés, y especificando que se atiende también en alemán. Julio César R. A.

Ramón vuelve al banco. Mira la loma con la obstinación de quien ha vivido suficientes inviernos como para saber que ninguno se parece al anterior. "Con lo bonito que es este sitio", repite. No lo dice para negar la estadística; lo dice para ponerle un marco que no la desmienta ni la devore. La belleza, aquí, no paga facturas, pero devuelve un tipo de dignidad.

A pocos kilómetros, la Costa del Sol destella. Urbanizaciones con jardines de catálogo, restaurantes de carta en varios idiomas, playas con pasarelas de madera. Ese brillo, tan cerca, es a la vez oportunidad y maldición.

Trae inversión y precios altos, jubilados con ingresos sólidos y alquileres que ya no son de aquí. Trae trabajo de temporada y cuentas que no cierran después de septiembre. Benamargosa vive en ese contorno. No es costa, no es sierra profunda.

Es valle. Y el valle tiene reglas propias: el agua manda, el clima decide, el mercado obedece a medias. El turismo residencial asoma en la terraza; el campo sigue siendo, aún cuando no alcance, el gran empleador sentimental.

En la Estación de Servicio de Benamargosa repostan coches de alquiler que se recorren la Axarquía.

En la Estación de Servicio de Benamargosa repostan coches de alquiler que se recorren la Axarquía. Julio César R. A.

De esa tensión sale el retrato: un pueblo bonito y difícil, con un presente estrecho y un futuro que, por costumbre, se imagina mejor. A última hora, la terraza de Villa Pepita pierde la mitad de sus mesas.

Quedan los especializados del atardecer: el que lee el móvil con gafas de cerca, la pareja que discute por la fachada, el hombre que bebe solo apoyando el vaso con una suavidad rara. Y los camiones de fruta, de vuelta, dejan un sonido metálico en el aire.