Antonio Mercero.

Antonio Mercero. Javier Ocaña

Reportajes

Mercero, autor del trío Carmen Mola: "Se evita contar toda la historia de la Guerra Civil... A mi abuelo lo fusilaron anarquistas"

"La gran cicatriz histórica es nuestra incapacidad de relatar lo que realmente pasó" // "Mi padre me enseñó a atreverme con los sentimientos, sin miedo a parecer sentimental". 

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Lejos del thriller que popularizó a Carmen Mola, Antonio Mercero firma con Está lloviendo y te quiero su novela más personal e íntima, un viaje de cuatro generaciones familiares marcadas por la guerra, la represión franquista y los silencios que pesan en lo cotidiano. A través de objetos, recuerdos y emociones que se transmiten de padres a hijos. El autor teje un relato íntimo y colectivo donde la memoria familiar se entrelaza con la historia de España.

Mercero nos habla de la génesis del libro, del hallazgo de un reloj de su tatarabuelo en Wallapop que inspiró la novela, del homenaje a su padre, de los personajes femeninos y de cómo enfrentarse a la memoria histórica y emocional sin convertirla en espectáculo.

Pregunta.— En la novela se percibe tanto el peso del contexto histórico como la intimidad de los vínculos familiares. ¿Qué lugar ocupan para usted la historia y la familia en Está lloviendo y te quiero?

Respuesta.— El contexto histórico tiene una presencia muy fuerte en la novela, porque esta familia y estas generaciones recorren el convulso siglo XX. Pero también ocupa un lugar central la vida íntima de la familia: los lazos que se crean, las decepciones, las traiciones, los amores, las adhesiones, los momentos de esperanza compartidos. En definitiva, todo lo que significa una familia.

P.— Todo comienza con un reloj que lleva el nombre de El incomprendido, un objeto cotidiano que termina convirtiéndose en depositario de la memoria de toda una familia. ¿Tiene alguna relación personal con su infancia o lo eligió porque simboliza el tiempo?

R.— En realidad fue como si el objeto me hubiera elegido a mí. La novela nace del hallazgo en Wallapop de un reloj de mi tatarabuelo, que fue el relojero de Lasarte. Estaba a la venta y llevaba su firma: Ramón Mercero, lo que me resultó muy chocante. Al principio fue solo una sorpresa, pero después esa idea se instaló en mi cabeza y ya no me soltó. Entonces pensé: ¿y si me ocurre en una novela? ¿Y si me pongo a investigar quién fue aquel relojero y reconstruyo la historia de mi familia paterna? Así empezó todo.

P.— El título del libro procede de una frase de su padre. ¿Qué significa para usted?

R.— Son palabras muy íntimas y, al mismo tiempo, un homenaje. Está lloviendo y te quiero era el título de un guión de mi padre que nunca llegó a ver la luz, algo que le pesó mucho. En ese texto hablaba de sus recuerdos en el País Vasco, de su infancia y juventud, y también aparecía el germen de lo que después fue ETA. Quizás por eso, en los años ochenta, no logró sacarlo adelante, porque aún no habían caído todos los velos sobre ese tema como lo han hecho después.

A él le gustaba mucho ese título, y a mí también. Me evoca algo poético e ingenuo, una inocencia que me resulta agradable.

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P.— La novela atraviesa episodios muy importantes de nuestra historia, como el bombardeo de Guernica, la represión franquista, la censura o la sombra de la Brigada Político-Social. ¿Hubo momentos en la documentación histórica que chocaran con su memoria familiar y, de ser así, cómo resolvió ese conflicto?

R.— Sí, hubo momentos en los que la memoria familiar chocaba con lo que investigaba. La novela es ficción, pero tiene anclajes reales, tanto en el contexto histórico como en algunos acontecimientos de mi familia paterna. En la Guerra Civil, por ejemplo, mi abuelo fue asesinado,  fusilado por los anarquistas. Eso sucedió y siempre se ha contado en casa, no mucho, pero se sabe, y yo lo recojo en la novela. Lo mismo ocurre con otras cuestiones políticas de la época, de la posguerra, de aquel contexto.

Lo resolví aprovechando lo que me aportaba de entrañas y de sentimiento a la hora de escribir. Para mí era importante que, al merodear por la memoria familiar, la historia se sintiera verdadera. Tropezar con esos recuerdos no me paralizó ni me dio miedo: lo usé como energía para que la novela sonase más auténtica y más cálida.

P.— Usted ha dicho que en casa siempre se contó la historia de su abuelo. ¿La forma de narrarlo llevaba un añadido de rencor, tal vez?

R.— Nunca. Más que un añadido de rencor, lo que había era una evitación de los detalles. No se quería hablar de ellos. Siempre se enunciaba lo sucedido de manera muy simple: ¿por qué no tenemos abuelo? Porque murió fusilado en la guerra. Y se añadía: lo fusilaron los anarquistas. Nada más. Si uno quería saber más, debía indagar.

Son esas cosas que en las familias quedan medio enterradas y cuesta hablar de ellas. Por ejemplo, dónde están los restos de este hombre, o quién lo mató exactamente. Se decía “los anarquistas”, pero Lasarte era un pueblo pequeño, todos se conocían. Preguntar demasiado podía llevar a pisar callos o a caminar por el filo del precipicio.

P.— La historia no esquiva la violencia extrema, ni el hambre, ni la represión, ni las torturas. Se percibe que usted se enfrenta a esa brutalidad sin convertirla en un espectáculo de dolor. ¿Cómo lo planteó a la hora de escribir?

R.— Es una decisión que todo escritor debe tomar: hasta dónde se muestra, qué se omite. Hay episodios que podría haber llevado mucho más allá, como el fusilamiento de mi abuelo, que en la novela solo sugiero. Podría haber sido muy efectista, pero me pareció más cercano a la realidad no contarlo, porque nunca se supo exactamente qué pasó. En esa época, alguien podía ser llevado de su casa a las dos de la mañana y no volver jamás. Quise transmitir ese misterio, esa falta de información, esa angustia, y eso solo se consigue quedándose un poco fuera, adoptando el punto de vista de quien se queda esperando a alguien que no va a volver.

En otros episodios sí conviene contarlo directamente, porque la novela también trata de la guerra civil, la represión y la posguerra. Hay que pisar la arena y mostrar los horrores, las derrotas políticas y emocionales que marcaron a tantas familias.

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P.— ¿Qué cicatriz histórica cree que arrastramos como sociedad y que todavía no hemos cerrado?

R.— La gran cicatriz es que no se ha normalizado el relato de lo que sucedió. No se ha volcado toda la historia para que las nuevas generaciones —nosotros que no vivimos la guerra, y nuestros descendientes— tengan un relato confiable y veraz, sin rencores ni tonterías. Contarlo es esencial, pero por alguna razón en este país se evita, como si pudiera levantar ampollas o generar enfrentamientos feroces.

Siempre surgen resistencias y conflictos. Por eso creo que la gran cicatriz es nuestra incapacidad como sociedad de relatar lo que realmente pasó.

P.— ¿Cree que esos silencios familiares protegían a los hijos o tenían otro efecto?

R.— El silencio tenía muchísimo peso, sobre todo en lugares pequeños, donde todos se conocían. La Guerra Civil había sido fratricida: su vecino podría estar implicado en la muerte de su hijo, y quien le atendía en la pescadería, ser la madre del asesino de su marido. El silencio se convirtió en una forma necesaria de convivencia.

Durante los años duros del franquismo también era protección: la delación estaba a la orden del día y podía llevarlo al paredón. Todos estaban educados en callar; era casi una frase mal dicha, pero imprescindible para sobrevivir.

P.— ¿Se puede hablar de una saga familiar sin traicionar a nadie?

R.— No lo sé. Una saga familiar, si incluye elementos autobiográficos, siempre puede pisar algún callo. Algunos escritores esperan a que sus padres mueran para atreverse. Mi padre falleció, pero mi madre no, y aunque le explique que todo es ficción, hay elementos que ella puede reconocer como reales y sentirse traicionada, como guardiana de la memoria familiar. 

P.— ¿Lo ha leído su madre?

R.— Sí, lo ha leído. Ha dado algún respingo, pero no ha sido grave; le ha gustado y ya está.

P.— Menciona que ha intentado asomarse a la ventana de su padre, pero no lo ha conseguido. ¿Qué significa para usted escribir desde esa imposibilidad?

R.— Significa atreverse un poco con lo imposible, que creo que es lo que un escritor hace a lo largo de su carrera: acercarse a la novela que tiene en la cabeza, aunque nunca llegue a escribirla exactamente como la imagina. Es imposible que las manos sigan al 100 % la misma onda de la mente.

En este caso, intento imaginarme el Lasarte de los años 40 y 50. Por muchos libros, fotos o relatos que consulte, nunca sabré exactamente cómo era. Es un intento de crear un territorio reconocible para el lector de hoy, y me conformo con eso.

P.— ¿Qué huella invisible de su padre reconoce en usted, más allá de lo narrable?

R.— Reconozco en mi padre la valentía para enfrentarse a los sentimientos sin miedo, sin esa cobardía de parecer cursi o ñoño. Él se atrevía a ir hacia las emociones, y yo también lo hago. Creo que el lector busca emociones en un libro, no quedarse en los márgenes de la historia por miedo a ser demasiado sentimental. Yo quiero ir ahí y ver qué pasa.

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Antonio Mercero. Javier Ocaña

P.— El papel de la mujer: sensible, resistente, que se sobrepone. ¿Ha descubierto algo de su propia genealogía al escribir?

R.— La madre vasca es una figura imponente en la cultura vasca; en muchos sentidos, es la ama de la familia. Durante la guerra y la posguerra, la mujer tuvo que resistir, sostener lo que quedaba de la familia, cuidar la casa y asumir funciones que normalmente corresponden al hombre. En la novela, es imposible ignorar esa fortaleza, que convive con la ternura y contrasta con el dolor. Son aspectos profundamente humanos.

P.— ¿Diría que en los personajes femeninos predomina el silencio?

R.— Sí, predomina el silencio o la reserva. Si queremos ser fieles a la cultura y los usos de la época, la mujer tenía una posición secundaria: su voz no sonaba al mismo volumen que la del hombre, ni se le pedía opinión sobre muchos asuntos. Hacer un personaje femenino creíble obliga a reflejar eso, con discreción. 

P.— ¿Se ha colado como guionista alguna cosa en la novela?

R.— Sí, se ha colado mucho. Soy novelista y guionista, y eso se nota: en cada una de las tres grandes partes de la novela tengo claras las tramas, los giros y los clímax. Quiero que el lector se sorprenda, sufra y se emocione al pasar por ellas. Ese trabajo de estructura y tensión es propio del guión, y está presente a lo largo de toda la novela.

P.— ¿Y cómo se siente Antonio Mercero después de escribir Está lloviendo y te quiero?

R.— Estoy muy satisfecho con la novela. Me emocioné mucho al escribirla; es la primera vez que lloré en algunos momentos durante la escritura. Me gusta el resultado, me gusta esta aproximación a un trozo de mi familia paterna y también el homenaje, muy personal, a la figura de mi padre.

P.— ¿Hubo algún momento que le emocionara especialmente?

R.— Me conmovió la escena en que se llevan a mi abuelo una noche para que nunca regrese, y el instante en que, consciente de su destino, le da a su mujer la corbata roja que siempre llevaba y también un reloj de pulsera. Esa corbata roja la conservo yo hoy día.

También lloré en otro momento muy concreto, del que no quiero hacer spoiler: las despedidas, tanto de la vida como amorosas, son muy tristes, y está bien que así sea, porque indica que al escritor también le emocionan.