De huir de la guerra a morir en América: la tragedia de la refugiada ucraniana que evidencia las grietas del sistema estadounidense
El sueño roto de Irina Zaruska, de Kiev a Charlotte para ser asesinada en un vagón: la otra muerte que incendia a EEUU
Irina Zarutska, nacida en Kiev el 22 de mayo de 2002, huyó de Kiev buscando la paz y una vida mejor, pero fue víctima de una tragedia.
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Huyó de Kiev con lo puesto, con el eco de las sirenas antiaéreas aún perforándole los oídos y la esperanza clavada en un visado que le abría las puertas a una vida nueva al otro lado del Atlántico. Había escapado de la guerra que arrasa Ucrania desde 2022, convencida de que, en Charlotte, Estados Unidos, encontraría la seguridad que su tierra natal le negaba.
Allí, en una ciudad que se vende como motor del sureste estadounidense, empezó a levantar los cimientos de una rutina sencilla: un empleo modesto, amistades nuevas, el aprendizaje de un idioma que todavía se le atragantaba y una vida en calma que contrastaba con los meses pasados en refugios improvisados bajo las bombas rusas.
Pero la promesa de ese futuro se quebró de la forma más cruel e inverosímil: en un vagón del tren ligero, bajo la mirada aterrada de otros pasajeros, un desconocido la acuchilló sin mediar palabra, sin motivo, sin piedad.
Loro girano armati ... e noi?
— TELADOIOLANIUS (@TELADOIOLANIUS) September 11, 2025
They go around armed... and what about us?#WHITELIVESMATTER #IrinaZarutska pic.twitter.com/ucB0gbkLy6
Tres puñaladas certeras, una de ellas en el cuello, bastaron para silenciar de golpe la vida de Iryna Zarutska, una joven de 23 años que había logrado sobrevivir a la barbarie de Putin y que acabó muriendo en el corazón de una ciudad que se enorgullece de ser refugio y crisol de culturas.
Su historia, que había empezado como un testimonio de resistencia, se ha convertido de la noche a la mañana en símbolo de la vulnerabilidad de quienes buscan amparo y terminan chocando con un país que promete refugio, pero no siempre garantiza la seguridad.
El viaje de Iryna
Iryna Zarutska, nacida en Kiev el 22 de mayo de 2002, era conocida entre los suyos como Ira. Llegó a Estados Unidos hace tres años junto a su madre, su hermana y su hermano, huyendo de la guerra que Rusia había desatado contra Ucrania. Su padre permaneció en Kiev, retenido por las restricciones impuestas a los hombres en edad de combatir, y no pudo siquiera viajar para asistir al funeral de su hija tras la tragedia.
Aquel exilio forzado la llevó a la ciudad de Charlotte, en Carolina del Norte, donde comenzó desde cero la vida que la invasión le había arrebatado. Era, como la definía su familia en el obituario, una “artista talentosa y apasionada”. Se había graduado en arte y restauración en una universidad de Kiev, donde aprendió a dar nueva vida a piezas deterioradas, un talento que trasladaba también a su forma de relacionarse con los demás: con sensibilidad, con cuidado, con ternura.
Su sueño era convertirse en asistenta veterinaria
Pero su verdadera ilusión había cambiado con el tiempo. En Charlotte hablaba cada vez con más frecuencia de su sueño de convertirse en asistente veterinaria, convencida de que ese futuro le permitiría trabajar en lo que le apasionaba y devolver parte de la ayuda que había recibido. En la ciudad, su día a día era sencillo, pero no fácil.
Trabajaba en una pizzería, donde sus compañeros la recuerdan con afecto y siguen encendiendo una vela en su memoria cada noche. “No solo perdimos a una buena empleada, sino también a una verdadera amiga… Nuestra querida Iryna partió de este mundo demasiado pronto, y estamos profundamente afligidos”, aseguraban en un comunicado firmado por los trabajadores del local.
Además de trabajar, estudiaba inglés con disciplina para abrirse camino en un entorno nuevo y compartía piso con otros refugiados que, como ella, buscaban rehacerse lejos de la devastación. Su familia también ha querido poner palabras al vacío que deja. “Iryna irradiaba energía positiva y siempre encontraba fuerzas para animar a los demás incluso en los momentos más duros”, han explicado a los medios.
Trabajaba en una pizzería, donde sus compañeros la recuerdan con afecto y siguen encendiendo una vela en su memoria cada noche.
No quería que la definieran solo como víctima de la guerra, sino como alguien que estaba construyendo una vida nueva con la determinación de quien ya había sobrevivido a lo impensable. Iryna encarnaba la esperanza de empezar de nuevo. La paradoja cruel es que ese sueño se quebró en un trayecto rutinario, en un tren que tomaba cada día, cuando un desconocido la atacó sin previo aviso.
El escenario del horror
Las cámaras de seguridad captaron la secuencia con una frialdad estremecedora. Era la noche del viernes 22 de agosto de 2025. Pasaban pocos minutos de las diez cuando Iryna Zarutska subió a un vagón de la Lynx Blue Line, aún con el uniforme de la pizzería donde trabajaba puesto. Entró en el convoy y se sentó en el primer asiento frente a la puerta, justo delante de un hombre al que no conocía: Decarlos Brown Jr., de 34 años, con un historial de arrestos múltiples y diagnosticado de esquizofrenia.
Durante unos instantes él la observó en silencio, con su capucha puesta, sin mediar palabra. Después se metió la mano en el bolsillo, sacó una navaja, la abrió y, en apenas unos segundos, se abalanzó sobre ella y la apuñaló tres veces. Una de las cuchilladas le alcanzó el cuello y resultó fatal. No hubo provocación, no hubo discusión, no hubo tiempo para nada.
Iryna, herida de muerte, permaneció unos segundos incorporada en su asiento antes de desvanecerse lentamente hacia un lado. Los pasajeros, aterrados, apenas lograron reaccionar. Algunos gritaron, otros se levantaron de golpe, pero la escena duró un suspiro. Brown, mientras tanto, se incorporó y abandonó el vagón en la siguiente parada, dejando tras de sí un rastro de sangre y una tranquilidad pasmosa.
Fue detenido por agentes de la policía de Charlotte, alertados por las llamadas desesperadas de los testigos.
Minutos después fue detenido por agentes de la policía de Charlotte, alertados por las llamadas desesperadas de los testigos. Esta misma semana, el vídeo del ataque ha sido difundido por varios medios y compartido en redes sociales. La publicación del material, que ha dado la vuelta al mundo, ha intensificado la indignación ciudadana.
Se ha reabierto el debate sobre la seguridad en el transporte público y la falta de recursos para prevenir episodios violentos en Estados Unidos. Pero las imágenes no solo han mostrado la brutalidad del crimen: también han puesto rostro al agresor, un hombre cuyos antecedentes personales y policiales revelan los fallos del sistema norteamericano.
Decarlos Brown Jr.
Decarlos Brown Jr., de 34 años, era ya un rostro conocido en el sistema judicial de Carolina del Norte mucho antes de aquella noche. Había sido arrestado en al menos 14 ocasiones desde que era adolescente y acumulaba un historial de vértigo: robo con arma de fuego, allanamiento, hurto y múltiples altercados. Por robo cumplió una condena de cinco años de prisión, pero su salida no marcó un punto de inflexión: los delitos menores y las reincidencias se sucedieron en una espiral infinita.
A esa trayectoria penal se sumaba un diagnóstico de esquizofrenia, documentado en informes judiciales. Su madre había dado la voz de alarma en repetidas ocasiones. “He pedido ayuda para que mi hijo fuese ingresado porque lo veía un peligro para sí mismo y para los demás, pero nunca me escucharon”, relató en una entrevista tras el crimen. El eco de esas palabras es hoy demoledor: una advertencia desatendida que podría haber evitado la tragedia.
En enero de este mismo año fue arrestado por abuso del servicio de emergencias después de llamar insistentemente al 911, el 112 estadounidense, asegurando que alguien había introducido un “material artificial” en su cuerpo. El juez lo dejó en libertad y ordenó una evaluación psiquiátrica, pero el proceso nunca se tradujo en un tratamiento real.
Desde la cárcel, tras el asesinato de Iryna, Brown llegó incluso a insistir en la misma idea delirante: que el Gobierno había implantado “materiales” en su cuerpo que lo obligaron a cometer el crimen. No fue una confesión, sino la confirmación de un estado mental deteriorado que nunca recibió atención adecuada.
Su madre había dado la voz de alarma en repetidas ocasiones.
El propio fiscal del caso, Spencer Merriweather, ha reconocido con franqueza los límites de un sistema incapaz de dar respuesta: “Nuestro sistema no tiene la capacidad de atender casos como este de manera continuada”. Y su madre lo resume con crudeza: “El sistema ha fallado a mi hijo, y al fallarle a él ha fallado también a Iryna”.
La existencia de Brown en los últimos tiempos se había vuelto errática: noches en albergues, temporadas en la calle, ingresos médicos breves y nuevas detenciones que rara vez pasaban de un trámite. La falta de un tratamiento psiquiátrico continuado lo mantenía en una franja gris, demasiado inestable para desenvolverse con normalidad y, al mismo tiempo, nunca contenido del todo ni por la justicia ni por el sistema sanitario.
Este caso también ha reabierto otro debate, el relativo al modelo judicial de Carolina del Norte. Estaba en libertad bajo “cashless bail”, un modelo relativamente nuevo que le permitió salir de prisión sin fianza, pese a su extenso historial delictivo. Su propia madre ha sido tajante: “Él no debería haber estado en las calles. Lo supe desde el principio.”
Tras el asesinato de Iryna, se le ingresó en un hospital para enfermos mentales y el 28 de agosto la policía lo trasladó a los juzgados y lo acusó formalmente de asesinato en primer grado; al día siguiente, un juez le negó la fianza y ordenó una evaluación psiquiátrica de 60 días. “Estamos ante un acusado que ha mostrado un patrón claro de comportamiento violento y que necesita una intervención profunda”, señaló el magistrado encargado del caso.
Días después, la Fiscalía federal presentó un cargo adicional por haber cometido el crimen en el transporte público y que puede acarrear cadena perpetua o incluso la pena de muerte. Lo más trágico es que el caso de Brown no es un hecho aislado. Charlotte, pese a ser una de las ciudades más prósperas del sureste de Estados Unidos, ha registrado en los últimos años una tendencia preocupante en materia de seguridad.
En 2024, la policía local contabilizó más de 11.000 delitos violentos, incluidos 117 homicidios, una cifra que la situó entre las urbes con mayor tasa criminal del estado. El propio departamento de policía reconoció entonces que los robos y asaltos con arma blanca habían aumentado un 8% respecto al año anterior, mientras que las denuncias por agresiones graves crecieron un 12%.
Con esos números de trasfondo, no sorprende que la muerte de Iryna se haya convertido en una sacudida nacional. Para muchos ciudadanos, el crimen no fue solo una tragedia personal, sino la confirmación de que el sistema judicial y sanitario se ha equivocado al permitir que un hombre como Brown circulase libremente por las calles. Esa percepción de inseguridad generalizada ha alimentado la tormenta política que ha llegado después.
Del crimen a la política
El historial de Decarlos Brown Jr. y las grietas del sistema judicial y sanitario estadounidense no han tardado en saltar del ámbito local al escenario nacional e internacional. En cuestión de horas, el caso de Iryna Zarutska se convirtió en algo más que una tragedia personal: en un símbolo de los fallos institucionales que Estados Unidos arrastra desde hace años.
La pregunta de cómo un hombre con catorce arrestos previos y un diagnóstico de esquizofrenia pudo moverse libremente por la ciudad no ha quedado solo en los tribunales: se ha transformado en munición política. El gobernador de Carolina del Norte, Roy Cooper, ha reaccionado con dureza: “Las imágenes son horribles y desgarradoras. Estamos conmocionados y profundamente
apenados”.
Ha dicho, antes de prometer que “la seguridad en el transporte público será revisada a fondo” y que su administración “colaborará plenamente con la investigación federal”. Donald Trump, por su parte, ha hecho del caso su arma política. En sus mítines lo ha señalado como ejemplo del supuesto “fracaso demócrata en mantener seguras las calles”.
“Lo que le ha ocurrido a esta joven demuestra que nuestros ciudadanos están pagando el precio de unas políticas débiles y de la incompetencia demócrata”, ha repetido esta misma semana en sus discursos. Es más, en un acto en el Museum of the Bible de Washington, D.C., ha sido todavía
más explícito al relacionar el crimen con su plan de seguridad nacional.
Donald Trump denuncia públicamente la situación.
“Cuando tienes asesinatos horribles, tienes que tomar acciones horribles”, declaró antes de advertir
que estaba dispuesto a desplegar agentes federales y tropas de la Guardia Nacional en ciudades gobernadas por demócratas, como Chicago. La ciudad, con sus elevados índices de violencia armada, es desde hace años uno de los blancos favoritos de Trump en su retórica contra la inseguridad urbana.
“Chicago es un desastre. Es una ciudad plagada de crimen y vamos a actuar”, aseveró. Esas palabras no han caído en saco roto. El alcalde de Chicago, Brandon Johnson, respondió de inmediato: “No aceptamos que se utilice una tragedia para difamar a nuestra ciudad. Chicago no necesita tropas, necesita inversión en comunidades y en seguridad inteligente”.
El gobernador de Illinois, J.B. Pritzker, fue igual de tajante: “El señor Trump no entiende Chicago. No necesitamos más división ni amenazas, necesitamos cooperación y recursos”. En paralelo, los líderes demócratas locales se han dedicado a defender que el caso no es un argumento partidista, sino la muestra de un sistema colapsado en materia de salud mental y justicia.
El mismo Departamento de Justicia ha presentado cargos federales —un movimiento excepcional— para dejar claro que el asesinato no va a ser tratado como un expediente más. La indignación también se ha dirigido contra CATS, la operadora del tren ligero. Los ciudadanos han exigido explicaciones por la ausencia de personal de seguridad en el vagón donde ocurrió el crimen, y la compañía ha llegado a reconocer que el agresor viajaba sin billete y que los controles eran insuficientes.
En respuesta, la empresa ha anunciado nuevas medidas: “Habrá más revisores en las estaciones, validadores de tickets en los andenes y reforzaremos la presencia policial en los convoyes”. El caso ha quedado ya inscrito en la agenda política y mediática de Estados Unidos. Mientras la familia y la comunidad ucraniana en Charlotte lloran a Iryna con vigilias y homenajes silenciosos, su nombre se ha repetido en discursos políticos, en debates sobre seguridad y en sesiones judiciales que podrían llevar a su agresor a la cadena perpetua o incluso a la pena de muerte.
Lo que comenzó como un trayecto rutinario en tren se ha transformado en una sacudida nacional. La historia de Iryna, truncada a los 23 años, forma parte de la memoria colectiva como símbolo de esas carencias y como recordatorio de lo que está en juego cuando los fallos institucionales se convierten en tragedia humana.